Nos provoca dulzura ver al Niño junto a su Madre y su padre adoptivo, en el inadecuado y bendito único recinto que lograron para el parto, un espacio que no era para hospedar personas, sino animales, un lugar preparado para que se acomoden bestias.
Allí, recostado no en una cuna sino en un recipiente para que se alimenten los animales, termina estando el Niño que será alimento y salvación. Es ahí donde extiende los brazos en cruz y encuentra a su Madre para abrazarla.
El lugar no estaba limpio ni olía bien. No fue el mejor lugar para nacer ni para pasar las primeras horas, pero fue bendecido de tal modo que todos cuando pensamos en “pesebre” imaginamos algo bueno, tierno, esperado, ideal.
Millones de niños han nacido en medio de guerras, en la pobreza, en la orfandad, y a millones ni siquiera se les permitió nacer como a Jesús.
Los niños son valiosos, necesarios, para asombrarse con la maravilla de la vida, con la presencia de Dios. Ellos nos siguen mostrando que la Providencia confía en nosotros, que espera con paciencia que entendamos cómo son las cosas. Cuidar la vida es ocuparse de Dios, es ser testigo de su obra creadora, es aceptar que los problemas podrán llegar y quedarse, pero que con Él todo tiene sentido y junto a Él muchos dolores y penas desaparecen.
Todas las cruces son pesadas, lastiman, se lleven en silencio o a los gritos, quitan el aire, no dan respiro. Pero con Jesús son más livianas, cicatrizan, hay calma y más fuerzas. Hay salida.
El Niño -que nació donde estaban los que servían a los hombres en sus faenas-, debió ser salvado del odio gracias a santo varón José y cuidado sin descanso por la obediente María, para que pudiera mostrar el camino, para que veamos la cruz, y en la cruz a Él.
Que en esta Navidad, nuestro indigno, complicado, inconstante y golpeado corazón, sea el pesebre que Jesús anda buscando. Cuidado, alimentado, acompañado, se repetirá la historia y será allí donde veamos su camino, su cruz y nuestra salvación.
-> Alberto Mora