San Isidro, Buenos Aires | |

 

 

 

 

 

 

     
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Elmina
   
[2005] - El viento había calmado. El sol caía irnplacable sobre la fortaleza de Elmina. Las palmeras se recortaban sobre el cielo límpido. Las canoas, deslizándose una a continuación de otra, dejaban una estela mansa sobre las aguas tranquilas.

Venían desde Ibo, un paraje del Golfo de Guinea bastante alejado de la Gosta del Oro. Y aunque guiadas con destreza por los expertos remeros, se veían tan peligrosamente cargadas que parecían a punto de zozobrar.

Todos los navegantes eran de raza negra. Y mientras los cánticos y tamboriles acompanaban su rítmico avance, las pieles oscuras se mostraban lustrosas de sudor. La primera barca, la que encabezaba la caravana, era diferente. Se distinguía de las otras porque iba cubierta por una enramada de palmas. En ella viajaba un rey africano.

Kabes de Komenda era el jefe de una tribu poderosa y todos los habitantes de las aldeas ajenas a su reino le temían.

Desde el fuerte ya habían avistado a los viajeros y los blancos esperaban su llegada. En la playa, todo estaba preparado para recibirlos. Instalado en una de las torres almenadas, el comandante Meindert Barneveld controlaba las actividades a traves de sus prismáticos, hasta que se hiciera hora de bajar a recibir al importante personaje y desarrollar todas las acciones que el protocolo africano exigia.

Los barriles de cerveza habían sido arrimados cerca de los fogones donde se doraba la carne de cebra. Las habitaciones donde el soberano pasaría la noche con su comitiva estaban listas. Las húmedas mazmorras, esperaban a los desgraciados cautivos.

El comandante Barneveld, hombre rudo y ordinario, cuyos eructos alcohólicos hacian temblar hasta las ramas de las palmeras vecinas, no cesaría de agasajar a Kabes desde que pusiera un pie en tierra. Su buena relación con el africano era primordial para la actividad de comercio que la corona holandesa desarrollaba en la Costa del Oro; en los prósperos negocios, el desempeño del rey negro era indispensable.

Ni bien la real canoa tocó la playa, desde algún lugar en lo alto de la fortaleza sonaron los clarines. Indicaban el comienzo de la ceremonia de recepción a la que el comandante holandes los tenía acostumbrados.

Al tiempo que los soldados del fuerte se ocupaban en arrear hasta los sótanos la remesa de cautivos que el visitante les proporcionaba, Barneveld y Kabes intercambiarían solemnes salutaciones y regalos de bienvenida.

La fortaleza de Elmina, mas bien llamada castillo por su enorme tamaño, que había sido construída por los portugueses en 1482, cayó bajo la dominación holandesa en 1637. Formaba parte del cinturón de fortificaciones que, a lo largo de la Costa del Oro, compartían holandeses, franceses, daneses, portugueses y británicos.

Para Kabes de Komenda ninguna distancia era demasiado excesiva. Si sus socios blancos preferían machos de talla mediana porque la altura exagerada demandaría un espacio que en las bodegas de los navíos negreros no sobraba; si las hembras, ya que los futuros dueños exigirían de ellas toda clase de servicios, debían ser jóvenes, sanas y de pechos generosos; si las piezas de mayor aceptación eran las de Congo o Angola; si incluso el tipo de cabello de los futuros esclavos era tema de discusión; el rey Kabes se arreglaba para conseguirlo. Provocando entre las tribus los incidentes que terminarían en las consabidas batallas, sus guerreros obtendrían las victorias que redundaban en el botín deseado: los prisioneros necesarios para satisfacer los pedidos del mercado.

Y si bien era imposible que el todopoderoso soberano fuera el responsable de los sesenta mil esclavos que producía África por año, su contribución, en su medida, tenía importancia de peso.

Y ese viaje no fue diferente a otros. La comitiva depositó su preciada carga en los subsuelos del fuerte, disfrutó de la comilona ofrecida en su honor, durmió su sueño alcohólico de cerveza y despertó lista para partir de vuelta hacia el corazón del continente. Las canoas recargadas con esas mercaderías de trueque que sólo sus socios europeos podían brindarle.

El negro y mercenario rey, casi tan execrado por el resto de los africanos como sus enemigos los blancos, volvía a la lucha.

La historia comenzaba de nuevo, hasta la próxima entrega.


-> Josefina Aguilar, escritora argentina.
Del libro "Piezas de Indias" (Ed. Dunken)


 
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