La confesión es un acto magnífico, un acto de un gran amor. Sólo podemos llegarnos a ella en tanto que pecadores, portadores del pecado, y sólo podemos marcharnos en tanto que pecadores perdonados, ya sin pecado.
La confesión no es otra cosa que la humildad en acto. Antes la llamábamos penitencia, pero se trata, verdaderamente, de un sacramento de amor, del sacramento del perdón. Cuando entre Cristo y yo se abre una brecha, cuando mi amor se resquebraja, cualquiera puede venir a llenar esta brecha, la confesión es el momento en que yo permito a Cristo llevarse de mi todo lo que divide, todo lo que destruye. La realidad de mis pecados debe ser primera.
A la mayoría de nosotros nos acecha el peligro de olvidar que somos pecadores y que debemos llegarnos a la confesión como lo que somos. Debemos ponernos ante Dios para decirle cuán desolados estamos por todo lo que hemos hecho y que le ha herido.
El confesionario no es un lugar de conversaciones banales o de charlatanerías. Sólo hay un sujeto importante: mis pecados, mi dolor, mi perdón, como vencer las tentaciones, como practicar la virtud, como crecer en el amor de Dios.
El sacramento de la reconciliación: “Todo lo que desates en la tierra será desatado en el cielo”
-> Beata Teresa de Calcuta (1910-1997), Fundadora de las Hermanas Misioneras de la Caridad.