El actual Pontificado se distingue por una verdadera contradicción: el Papa es un enemigo de la Tradición, perseguidor de quienes la siguen y se identifican con ella.
Esta persecución se cumple de muchas maneras: desplaza a los buenos obispos, designándoles coadjutores; eleva al episcopado a personajes progresistas; se cuida de elevar al cardenalato a quienes secunden sus proyectos de reformar la Iglesia; promueve a los institutos religiosos progresistas y menoscaba o elimina a los apegados a la Tradición. Es significativo que haya escogido el nombre insólito de Francisco –ajeno a la historia papal- pensando probablemente en el santo de Asís, considerándolo un reformador eclesial.
Todas estas actitudes provocan en muchos la necesidad del disimulo, para evitar ser objeto del interés del Pontífice, o bien incitan al apego a él, haciéndose oficialistas. La condición jesuítica de Francisco explica en buena medida la situación señalada, si tenemos en cuenta los vaivenes históricos de la Compañía.
Es en el ámbito teológico y doctrinal donde se nota especialmente la novedad del actual Pontificado. Si hay algo que caracteriza a la Sede romana es el cuidado de mantenerse en los carriles de la Tradición.
Grandes Papas se han distinguido siempre por esa nota. Cerca nuestro están la colección de encíclicas de León XIII y la obra de San Pío X contra el modernismo (encíclica Pascendi Dominici gregis).
Su sucesor Benedicto XV continuó el propósito desde su primera encíclica (Ad beattisimi apostolorum).
Pío XI promovió el culto al Sagrado Corazón de Jesús, e instituyó su fiesta litúrgica y la de Cristo Rey. Su estudio sobre comunismo (encíclica Divini Redemptoris) marcó la actitud de la Iglesia durante el siglo XX.
Luego hay que señalar la obra de Pío XII, advirtiendo sobre los peligros de la nouvelle théologiae (encíclica Humani generis, 1950).
Pablo VI reaccionó dolorosamente definiendo la inmoralidad de la anticoncepción artificial (encíclica Humanae vitae tradendae, 1968). Juan Pablo II y Benedicto XVI fueron verdaderos maestros de la Fe.
En cambio, los errores y las vacilaciones de Francisco se han multiplicado. Han dado mucho que hablar sus reportajes con Eugenio Scalfari (fundador de “La República”): “Las almas que se arrepienten son perdonadas, las que se obstinan en el pecado, desaparecen”. No existiría el infierno, sino la desaparición de los condenados. Sobre este tema, también ha enseñado que “el infierno es decirle a Dios, no te necesito, me arreglo yo solo. Como hizo el diablo, del único que estamos seguros que se encuentra en el infierno”.
Su Mariología es deficiente: rechaza el título de Corredentora, porque –dice- “ella no es divina”.
No predica sobre el conocimiento y amor de Jesucristo, sino que promueve un humanismo horizontal, de acuerdo con la agenda mundialista. Se prodiga en exhortar a la paz, en contra de la proliferación de armas atómicas. Esta actitud es prudencial, pero se debe reconocer que la guerra no es un mal absoluto; existen guerras justas. Desde este punto, también, se aparta de la Tradición de la Iglesia.
La síntesis que he presentado es bien elocuente.
Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata