Circula abundantemente en las redes la convocatoria al "Rosario de hombres", que se realizará en Plaza de Mayo el sábado 8 de octubre, a las 11.
Esta vez se trata de un acontecimiento simultáneo en muchos países, con el marco de la "Cruzada Mundial del Rosario de Hombres". Digo "esta vez" porque ya tuvimos otra, la primera, a la que asistieron más de mil personas.
En toda reunión que se pretende masiva, se discute el número de los presentes; quizá ese día fueron más de mil. Yo asistí. Fue un gesto conmovedor a los pies de tres imágenes de Nuestra Señora: ¡tantos varones, de rodillas, rezando con devoción!
¿Por qué solo hombres? Sencillamente porque la convocatoria responde a la "perspectiva de género", de modo que se puede concluir que el Rosario no es un ejercicio para "viejas piadosas"; y porque parece un desafío más fuerte, y más difícil de concretar. Es sabido que las mujeres siempre están dispuestas, aunque sea simplemente para golpear cacerolas. En Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada, sede del peor gobierno del que se tenga memoria.
En otras oportunidades, he enumerado las calamidades argentinas, no voy a repetir ahora el recuento de los males que indican el fracaso de la "democracia recuperada". El Rosario es siempre el recurso ante las penalidades que nos afligen; así lo indica una tradición de siglos. Equivale a tironear el manto de la Virgen, aunque sepamos que Ella advierte antes que nosotros nuestras carencias, como en las bodas de Caná: "No tienen vino" (Jn 2, 3, oinon ouk éjousin).
Como es sabido, el Rosario nació en la Edad Media, y se transmitió con muy pocas variantes. La última, y acertadísima, fue completar la serie tripartita de Misterios con los "Luminosos"; feliz ocurrencia de un experto en el Rosario como San Juan PabloII. Ahora, la contemplación de la vida de Jesús está completa: el último tramo abarca desde el Bautismo en el Jordán hasta la institución de la Presencia Real y siempre actual del Señor en la Eucaristía. Comprendemos que Jesús es, como Él mismo lo proclamó, la Luz del mundo (Jn 9, 5: phōs eimi tou kosmou).
En la historia del Rosario no faltan milagros. Quizá el más significativo fue el triunfo contra el Turco en la batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571, en aguas del golfo de Patras, cerca de la ciudad griega de Naupacto. La Santa Liga con esa victoria aseguró la hegemonía cristiana en el Mediterráneo sobre el Imperio Otomano, y sus corsarios aliados. La fecha quedó inscrita en la liturgia como fiesta de Nuestra Señora de la Victoria; aún hoy la celebramos.
El papa San Pío V mandó invocar a María con el rezo del Rosario. Pero no habría que olvidar los pequeños milagros cotidianos y los torrentes de gracia que proceden del rezo sincero del Rosario. La gracia siempre procede de Dios –porque la Gracia es Él mismo, que nos comunica su vida-, y la Virgen María es la intercesora, la Mediadora ante el Mediador.
La corona mariana fue recomendada repetidamente por la máxima autoridad de la Iglesia. Sobresale León XIII, el Papa de la Rerum novarum, que publicó once encíclicas, nada menos, para insistir en la belleza y eficacia del Rosario. Tengo anotados algunos nombres: Supremi apostolatus officio, Superiore anno, Laetitiae Sanctae, Diuturni temporis, Salutaris ille Spiritus… No se fatigaba aquel gran Pontífice en promover el rezo del Rosario, lo consideraba un deber de su oficio apostólico. Más cerca de nuestro presente: Pío XII, el 15 de septiembre de 1951, fiesta de Nuestra Señora de los Dolores invitó a rezar el Rosario en familia mediante la encíclica Ingruentium malorum; le siguieron sus sucesores, y el Papa Wojtyla, el 16 de octubre de 2002 entregó a la Iglesia la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae. Resulta notable que el Magisterio pontificio, con solicitud creciente, haya recomendado a los fieles esta devoción, que junto con la Comunión Eucarística constituye un sello de catolicidad.
Como sabemos, en el Rosario se acompasan la contemplación de los Misterios, y la recitación de las tres plegarias básicas de la piedad católica: el Padrenuestro, el Ave María, y el Gloria. La Oración del Señor que rezamos asume el texto del Sermón de la Montaña. Jesús la enseñó a sus discípulos: "Ustedes oren así", les dijo, no imiten el parloteo (polylogía: muchas palabras) de los paganos.
Es la Oración del Señor no solamente porque Él nos la transmitió, sino porque reproduce su trato con el Padre. En la Misa anuncia el Sacerdote cuando llega el momento de repetirla: "Nos atrevemos a decir"; es en efecto una osadía llamar a Dios con el íntimo apelativo de Padre. Abbá es el Nombre; si rezáramos en hebreo, o en arameo, sería: Abbíno, Padre Nuestro. Este plural indica que se trata de una plegaria que juntos elevan al Cielo los hermanos, que son todos ellos hijos de Dios en el Hijo, el Primogénito.
Desgrana el Padre Nuestro siete peticiones: las tres primeras se refieren a la Gloria de Dios, la santificación del Nombre –Dios es Santo-, la venida del Reino, que es Dios mismo, y la aspiración, el deseo, de que su Voluntad se cumpla siempre, a pesar de la rebeldía de nuestras voluntades humanas. Las otras cuatro súplicas expresan nuestras necesidades: el pan cotidiano –el de la mesa familiar, y el de la Eucaristía-, el perdón de las ofensas que recibimos porque estamos dispuestos a perdonar a quienes nos ofenden, el no ser abandonados ante la tentación, y la liberación de todo mal. Esta última súplica suena en el texto griego de San Mateo, apo tou ponērou (6, 13), que puede traducirse "del Mal" o "del Malvado", el demonio, de cuyo asedio pedimos al Padre que nos libre.
El Ave María es la oración básica que podemos elevar a Nuestra Señora. En su primera parte reproduce las palabras de saludo del Arcángel Gabriel, cuando le llevó a María el anuncio de que había sido colmada de Gracia, para convertirse en Madre del Dios hecho Hombre, que tomaría carne en su seno. Según escribió San Lucas, el mensajero divino dijo: jáire kejaritōmenē (Lc 1, 28: "Alégrate, llena de Gracia". "Ave" traduce el latín, y así se dice también en italiano; en francés suena Je vous salue Marie, o sea "Te saludo"; bien dicho porque el jáire, la invitación a la alegría se convirtió en un saludo, como si dijéramos "¡Hola!". La traducción española con su clásico "Dios te salve" es difícil de entender actualmente y lleva a una confusión; en realidad sería algo así como "Dios te saluda". "Bendita entre las mujeres" lo ponen en boca del Arcángel algunos manuscritos de Lucas, el texto transmitido lee "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1, 28). La bendición de la Madre y del fruto de su vientre la pronunció Isabel al recibir la Visitación (cf. Lc 1, 42). La segunda porción del Ave María la añadió la Iglesia a las palabras inspiradas: "Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte". Pensemos cuántas veces habremos pronunciado esa súplica cuando llegue el día de nuestra muerte; Ella no puede abandonarnos en ese trance. Entre tanto, importa el "ahora", el momento en el cual rezamos el Rosario, el de nuestras necesidades cotidianas.
El Gloria es una pequeña doxología Trinitaria, una concentración del Gloria in excelsis de la Misa, o del Te Deum ambrosiano. Debe ser pronunciado como un acto de adoración.
Al terminar cada decena se puede rezar la oración que en Fátima fue transmitida a los tres pastorcitos: "Oh Jesús mío perdónanos nuestras culpas, líbranos del fuego del infierno, lleva al Cielo a todas las almas, y socorre especialmente a las más necesitadas de tu misericordia". Es una plegaria muy bella, que muestra la apertura universal del corazón católico.
La experiencia de la práctica del Rosario atestigua que no es fácil aunar la contemplación de los Misterios con la recitación de las Aves Marías; la distracción es el desliz más común. Se me ocurre, a propósito, una reflexión. En el Rosario bien rezado, pausadamente, se cumple la indicación de San Pablo a los Tesalonicenses: adialeiptōs proseujesthe, "oren sin interrupción" (1 Tes 5, 17). Esos veinte minutos o media hora actualizan la oración incesante.
Desde la Iglesia primitiva se planteó cómo hay que entender el consejo o mandato del Apóstol; lo advirtió ya Orígenes en su Tratado sobre la Oración (Perí eujes). San Agustín, en su Carta a Proba, ofrece una interpretación: La oración incesante es el deseo continuo de Dios que se ejercita en la actualización de las tres virtudes teologales: fide, spe et caritate continuato desiderio, semper oramus. Desde esta perspectiva se puede intentar que nuestra atención abarque a la vez el Misterio que se contempla, y las plegarias que lo acompañan, al modo de una memoria del presente, en un acto unitario de adoración.
El Rosario del sábado 8 en Plaza de Mayo será ante todo una plegaria por la conversión de la sociedad argentina, y en especial de la casta política. ¿Qué conocemos de las condiciones espirituales, y de las intenciones de quienes manejan el gobierno? Décadas atrás, en momentos incluso menos malos que los que hoy sufrimos, la mayoría aspiraba a que los militares dejaran los cuarteles, pero cuando esto sucedía, después de un alivio momentáneo, nos iba peor; todavía estamos pagando los platos rotos de la última vez.
Además las armas están actualmente enmohecidas por la "mishiadura" del orden militar; menos mal que no se avizora en el horizonte ninguna amenaza de un enemigo exterior. Estaríamos liquidados, sin un proyecto de Defensa Nacional, y sin un "mango" para sostenerlo, si lo hubiera. Nuestra aspiración a la Patria Celestial no nos lleva a olvidar la terrena. Debemos rezar, sobre todo, por los pobres, que según los mejores datos constituyen el 40 por ciento de la población; por los niños que ni se alimentan ni se educan para ser la Argentina del futuro; por los jóvenes que apenas resisten a la tentación de emigrar. Desde nuestra miseria apelamos con esperanza a la Misericordia del Señor, y de su Madre.
En Lourdes, María se mostró a Bernadette con un Rosario en sus manos; pasaba las cuentas pero no se movían sus labios. Su gesto animó a la niña a rezar. Hoy la contemplamos como si estuviéramos viéndola, y oyendo que nos dice: "¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre?". El segundo sábado de octubre habrá más de mil varones de rodillas confiando nuestra suerte a Aquella que nos muestra el Camino, que nos exhorta como a los servidores de Caná: "Hagan todo lo que Él les diga" (Jn 2, 6); una indicación en la que resuena la Biblia entera.
+ Héctor Aguer Arzobispo Emérito de La Plata Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro. Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).