Este domingo 5 de Abril, cuando la Argentina se encuentra en su mayoría recluida por los riesgos de contagio del coronavirus, los fieles católicos recuerdan la entrada de Jesús a Jerusalén, en medio de aclamaciones y vítores.
Aunque se esté privado de asistir a la misa, posiblemente sea para muchos la primera vez que se ausentan de esta celebración, corresponde vivir esta fiesta desde el interior del corazón. La imposibilidad de concurrir a la parroquia genera una extraña sensación de pérdida, de privación basada en una necesidad concreta, real, profunda, pero que debe convertirse en prueba de fidelidad.
Como le sucede y le ha sucedido a mucha gente en la Argentina y en el mundo, conflictos armados, tragedias meteorológicas y la falta de sacerdotes han privado a los creyentes de la Santa Misa, pero no les han quitado la fe.
Hoy vemos a Jesús que iba, como todo judío, a celebrar la Pascua, aquel devoto recuerdo de la liberación del pueblo de la opresión egipcia.
Cuando se acercaban a Jerusalén, Jesús les pidió a sus discípulos que vayan a buscar un burro y luego lo montó. La gente gritaba a su paso "¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!" extendiendo sus mantos por el camino y cortando ramas alfombrando el paso, como se acostumbraba a saludar a los reyes.
Algunas de estas personas habían escuchado sus enseñanzas y otros habían sido testigos de los milagros de Jesús.
La jerarquía judía buscaba pretextos para meter a Jesús en la cárcel al ver cómo la gente lo amaba y cómo lo habían aclamado al entrar a la ciudad.
El Domingo de Ramos es una oportunidad para proclamar a Jesús como el centro de nuestras vidas, un día en el que podemos decir que también queremos seguirlo, aunque tengamos que sufrir o morir por Él. Que queremos que sea el auténtico rey de nuestras vidas, de nuestras familias, de nuestra patria y del mundo entero.
La celebración del Domingo de Ramos comienza normalmente con la bendición de los ramos y la procesión. Al concluir la Santa Misa, los fieles se llevan a sus casas las ramas de olivo y muchos suelen colocarlas en algún crucifijo del hogar.
Las ramas bendecidas de olivo -que hoy los fieles no tendrán-, vale recordar, no son amuletos contra la mala suerte o contra la envidia, sino un signo de la convicción profunda de que Jesús es el rey de nuestras vidas, en quien podemos confiar, quien nos protege y nos salva.