Reproducimos las palabras de Monseñor Oscar Ojea del 2 de Septiembre de 2006, cuando recibiera su ordenación episcopal:
Al recibir el don del Espíritu Santo por la imposición de las manos, para servir a la Iglesia en el ministerio episcopal, quiero agradecer con ustedes al Señor el estar más íntimamente unido al Corazón del Buen Pastor y poder acompañar desde allí a cada hermano en su camino, ofreciéndole la cercanía de su Presencia y de su Amor Misericordioso.
Agradezco al Santo Padre su confianza al designarme y la confianza de nuestro obispo, el Cardenal Bergoglio, que me llama para ayudarlo en su tarea pastoral. A mis hermanos en el episcopado, cuya presencia pone de manifiesto el misterio de la
comunión y la colegialidad en la Iglesia. En particular a Monseñor José Gentico, que está unido espiritualmente a esta celebración con auténtico cariño de hermano. Agradezco especialmente a mis hermanos sacerdotes, de quienes he recibido tantos gestos de afecto, de amistad fraterna y de apoyo en la oración, en particular a aquellos con quienes he compartido la alegría del trabajo ministerial en las distintas parroquias. A los seminaristas que se preparan con esperanza para vivir esta fraternidad sacramental en el presbiterio. El Señor, “que no se deja vencer en generosidad”, me ha regalado muchísimos bienes en mi vida y yo ahora, cerca de los sesenta años, experimento el llamado de dar y compartir, del mejor modo y con renovado espíritu de servicio, lo que he recibido por pura gracia.
Le agradezco en primer lugar el bien de mi familia. Mis padres murieron jóvenes, pero dejaron a mis hermanos y a mí el testimonio de un amor y entrega totales. Esta herencia se continúa en el cariño, el respeto y la amistad que vivimos con mis hermanos y cuñados, se ha enriquecido con la presencia de los sobrinos y se ha hecho sabiduría de cruz cuando nos ha tocado acompañarnos en silencio en la hora del sufrimiento.
He tenido el privilegio de recibir testimonios de vida sacerdotal imborrables, que han dejando marcas muy hondas en mi vida: el padre Enrique Quarleri, que fue mi confesor durante 25 años; el padre Esteva, que me acompañó durante el seminario con su fidelidad paternal; el padre Tello, que estuvo presente en momentos claves y decisivos de mi vida; la calidez pastoral de Monseñor Serra, padre y amigo cuyos restos descansan en esta Iglesia Catedral junto con los de quienes fueron mis obispos; y la presencia del hoy Siervo de Dios Cardenal Pironio, que me recibiera en el seminario siendo rector, con su alegría contagiosa y su capacidad de comunicar el don de la paz a quienes estábamos cerca de él. Los grandes bienes recibidos en el seminario por mis formadores, en particular del padre Albisetti, que transmitía mucho en pocas palabras, y por los profesores de la facultad de Teología, que animados por el espíritu de apertura del padre Gera, estuvieron siempre cercanos y disponibles para escuchar y acompañar.
Cómo no agradecer con todo mi corazón a las comunidades en las que he ejercido mi ministerio, cinco como vicario parroquial y tres en las que he sido párroco: la parroquia de Santa Magdalena Sofía Barat. en la que viví mi primera experiencia al frente de una comunidad y a la que llevo siempre conmigo; la parroquia Santa Rosa de Lima, llena de vitalidad por la diversidad de generaciones entre sus miembros y por la riqueza de sus múltiples tareas apostólicas; y la parroquia del Socorro, de la que fui párroco más de doce años y en la que formamos una verdadera familia buscando crecer en la fe y en el espíritu de servicio a los hermanos más pobres.
En estas comunidades fui aprendiendo que el Pueblo de Dios nos enseña a ser sacerdotes. Él es el que nos ayuda a ubicarnos en nuestro lugar, ya que nuestra vida está ordenada al mismo Pueblo. Tengo un gran reconocimiento con el laicado con el que he trabajado, en particular con los matrimonios que integran la pastoral familiar en todas sus áreas, con el Movimiento Familiar Cristiano y el Secretariado de la Familia, de los que he sido asesor. Con ellos aprendí, unido al regalo de la amistad, la maravillosa complementariedad de nuestras vocaciones en la Iglesia. Agradezco a todas las religiosas con las que me he sentido muy unido en la tarea pastoral y en la oración, y de un modo especial a las contemplativas que sostienen a los sacerdotes con su oración y con la entrega de sus vidas.
En septiembre de 1997 vi al Cardenal Pironio por última vez, pocos meses antes de su muerte. Al terminar nuestro encuentro me pidió que fuéramos a rezar a San Pedro. Era la última hora de la tarde y estaban cerrando. Allí en la Basílica casi vacía, me llevó al altar de San Pío X, donde estuvimos un rato en oración. Cuando se levantó para salir me dijo: “Yo llegué a Roma por primera vez en el año '53. Era un sacerdote muy joven y en este altar le pedí a San Pío X que me enseñara a querer mucho a los sacerdotes y a los pobres, y ahora te puedo decir que me lo concedió”. Dijo “me lo concedió” con esa serena seguridad que él transmitía cuando se trataba de algo verdadero. Yo querría pedirle al Señor y a la Virgen de Lujan, con ustedes, esta gracia para mi episcopado, estimulado por las palabras del Siervo de Dios.
Muchas gracias.
2 de Septiembre de 2006
Mons. Oscar Vicente Ojea