Antes de la bendición Urbi et Orbi, el Papa Francisco se dirigió a todos los presentes en la Plaza de San Pedro para saludarlos por la Pascua y orar por la paz de todos, momento en el que mencionó las principales zonas de conflicto hoy en el mundo, en particular Siria y la península coreana.
Con un mensaje cargado de espiritualidad, explicó que, con la Resurrección, "Jesús no volvió a su vida terrena, sino que entró en la vida plena de Dios con nuestra humanidad", como promesa de nuestro premio futuro.
La Pascua es la gran fiesta del amor de Dios, y hacia ese punto enfocó Francisco sus palabras: "El amor de Dios puede transformar nuestras vidas, hace florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón". Metáfora que repetiría un poco después: "La misericordia de Dios puede hacer florecer la tierra más árida y reverdecer los huesos más secos".
Porque esto es la Pascua: "El paso del hombre de la esclavitud del pecado y el mal a la libertad del bien y de la bondad", y "este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien debe ponerse en práctica en todos los momentos de nuestra vida".
"¡No somos conscientes de todo lo que el Creador nos ha dado y nos da!", proclamó el pontífice: "¡Dejémonos renovar por la misericordia de Dios!". Y enumeró males como "la codicia que busca ganancias fáciles" o "el egoísmo que destruye la vida y la familia", con una mención especial al tráfico de personas y de drogas como responsables de innumerables tragedias personales: “¡El tráfico de personas es la esclavitud más extendida en este siglo XXI!", proclamó con indigación.
El Santo Padre felicitó la Pascua en italiano e impartió la bendición Urbi et Orbi con una sencilla estola roja sobre su sotana blanca.
Francisco había iniciado la misa del Domingo de Resurrección a las 10.15 bajo un cielo de nubes y claros que a veces amenazaba un chubasco sobre casi cien mil fieles presentes al comienzo de la ceremonia. A pesar de que el día era fresco, la llegada de romanos y peregrinos continuó durante dos horas hasta ocupar, al mediodía, toda la Vía della Conciliazione y las calles adyacentes. Era la primera Pascua con el nuevo Papa y nadie quería perderse una bendición que fue retransmitida en directo por cientos de canales de televisión de todo el mundo.
Esa conexión a las doce en punto obligó a abreviar el recorrido que hizo Francisco por toda la plaza en el papamóvil descubierto. Durante el baño de multitudes besó a varios bebés, deteniéndose en particular, visiblemente emocionado, con un niño discapacitado que, fuera de sí por la alegría, le sujetó con fuerza. También recibió de un grupo de compatriotas una camiseta del San Lorenzo de Almagro, el equipo del que se ha confesado admirador, como nacido en el porteño barrio de Flores.
Texto completo del mensaje pascual de Francisco
Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo: ¡Feliz Pascua!
Es una gran alegría, al comienzo de mi ministerio, poderos dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado! Quisiera que llegara a todas las casas, a todas las familias, especialmente allí donde hay más sufrimiento, en los hospitales, en las cárceles... Quisiera que llegara sobre todo al corazón de cada uno, porque es allí donde Dios quiere sembrar esta Buena Nueva: Jesús ha resucitado, está la esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del mal. Ha vencido el amor, ha triunfado la misericordia. Siempre vence la misericordia de Dios.
También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús que fueron al sepulcro y lo encontraron vacío, podemos preguntarnos qué sentido tiene este evento (cf. Lc 24,4).
¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma, significa que el amor de Dios puede transformar nuestras vidas y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón.
Esto puede hacerlo el amor de Dios. Este mismo amor por el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, y ha ido hasta el fondo por la senda de la humildad y de la entrega de sí, hasta descender a los infiernos, al abismo de la separación de Dios, este mismo amor misericordioso ha inundado de luz el cuerpo muerto de Jesús, y lo ha transfigurado, lo ha hecho pasar a la vida eterna. Jesús no ha vuelto a su vida anterior, a la vida terrenal, sino que ha entrado en la vida gloriosa de Dios y ha entrado en ella con nuestra humanidad, nos ha abierto a un futuro de esperanza.
He aquí lo que es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad del amor y la bondad. Porque Dios es vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros, es el hombre vivo (cf. san Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7).
Queridos hermanos y hermanas, Cristo murió y resucitó una vez para siempre y por todos, pero el poder de la resurrección, este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica en todos los tiempos, en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida cotidiana. Cuántos desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre todo el desierto que está dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del prójimo, cuando no se es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador nos ha dado y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la tierra más árida, puede hacer revivir incluso a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14).
He aquí, pues, la invitación que hago a todos: Acojamos la gracia de la Resurrección de Cristo. Dejémonos renovar por la misericordia de Dios, dejemos que la fuerza de su amor transforme también nuestras vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia y la paz.
Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la muerte en vida, que cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en paz. Sí, Cristo es nuestra paz, e imploremos por medio de él la paz para el mundo entero.
Paz para Oriente Medio, en particular entre israelíes y palestinos, que tienen dificultades para encontrar el camino de la concordia, para que reanuden las negociaciones con determinación y disponibilidad, con el fin de poner fin a un conflicto que dura ya demasiado tiempo. Paz para Iraq, y que cese definitivamente toda violencia, y, sobre todo, para la amada Siria, para su población afectada por el conflicto y los tantos refugiados que están esperando ayuda y consuelo. ¡Cuánta sangre derramada! Y ¿cuánto dolor se ha de causar todavía, antes de que se consiga encontrar una solución política a la crisis?
Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos. Para Malí, para que vuelva a encontrar unidad y estabilidad; y para Nigeria, donde lamentablemente no cesan los atentados, que amenazan gravemente la vida de tantos inocentes, y donde muchas personas, incluso niños, están siendo rehenes de grupos terroristas. Paz para el Este la República Democrática del Congo y la República Centroafricana, donde muchos se ven obligados a abandonar sus hogares y viven todavía con miedo.
Paz en Asia, sobre todo en la península coreana, para que superen las divergencias y madure un renovado espíritu de reconciliación.
Paz a todo el mundo, aún tan dividido por la codicia de quienes buscan fáciles ganancias, herido por el egoísmo que amenaza la vida humana y la familia, desgarrado por la violencia ligada al tráfico de drogas y la explotación inicua de los recursos naturales. Paz a esta Tierra nuestra. Que Jesús Resucitado traiga consuelo a quienes son víctimas de calamidades naturales y nos haga custodios responsables de la creación.
Queridos hermanos y hermanas, a todos los que me escuchan en Roma y en todo el mundo, les dirijo la invitación del Salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: / “Eterna es su misericordia”» (Sal 117,1-2).