“Un día, cuando saltaban las piedras en España al paso de los franceses, Napoleón clavó los ojos en un oficial, seco y tostado, que vestía uniforme blanco y azul; se fue sobre él, y le leyó en el botón de la casaca el nombre del cuerpo: “¡Murcia!” Era el niño pobre de la aldea jesuita de Yapeyú, criado al aire entre indios y mestizos, que después de veintidós años de guerra española empuñó en Buenos Aires la insurrección desmigajada, trabó por juramento a los criollos arremetedores, aventó en San Lorenzo la escuadrilla real, montó en Cuyo el ejército libertador, pasó los Andes para amanecer en Chacabuco; de Chile, libre a su espada, fue a Maipú a redimir el Perú; se alzó protector en Lima, con uniformes de palmas de oro; salió, vencido por sí mismo, al paso de Bolívar avasallador; retrocedió; abdicó; cedió a Simón Bolívar toda su gloria; pasó solo por Buenos Aires; se fue a Europa, triste; murió en Francia, con su hija Mercedes de la mano, en una casita llena de flores y de luz. Escribió su testamento en una cuartilla de papel, como si fuera el parte de una batalla; le habían regalado el estandarte que el conquistador Pizarro trajera a América hace cuatro siglos, y él le regaló el estandarte, en su testamento, al Perú.” Esta es la manera en que José Martí resume toda la existencia de José de San Martín.
Yapeyú, cuna del héroe
El
4 de Febrero de 1627, en un paraje donde hasta entonces sólo había tres casas con cien indios, por decisión del provincial de la Compañía de Jesús, padre
Nicolás Durán Mastrillo, quedó fundada la reducción de Nuestra Señora de los Tres Reyes de Yapeyú. Se levantaría sobre la margen derecha del río Uruguay, junto al río entonces llamado Yapeyú y denominado más adelante Guaviraví.
La nueva población no difería en mucho de otras creadas antes o después por los misioneros jesuitas. Uno de ellos, el padre
José Cardiel, describe así la planta de los pueblos misioneros:
“Todas las calles están derechas a cordel y tienen de ancho dieciséis o dieciocho varas. Todas las casas tienen soportales de tres varas de ancho o más, de manera que cuando llueve e puede andar por todas partes sin mojarse, excepto al atravesar de una calle a otra. Todas las casas de los indios son también uniformes: ni hay una más alta que otra, ni más ancha o larga; y cada asa consiste en un aposento de siete varas en cuadro como los de nuestros colegios, sin más alcoba, cocina ni retrete…” Y más adelante agrega:
“Todos los pueblos tienen una plaza de 150 varas en cuadro, o más, toda rodeada por los tres lados de las casas más aseadas y con soportales más anchos que las otras: y en el cuarto lado está la iglesia con el cementerio a un lado y la casa de los padres al otro… Hay almacenes y granero para los géneros del común y algunas capillas”.
Por ser el lugar de residencia del superior de los misioneros jesuitas, Yapeyú tuvo situación privilegiada entre todos los pueblos destinados a reunir a los indios reducidos e incorporados plenamente a las formas de convivencia propias de la civilización cristiana. Pero por su privilegiada situación geográfica fue el blanco de las asechanzas de los portugueses y de las hordas de indígenas de yaros, minuanes y charrúas, que alentados por los primeros saqueaban las estancias, robando ganados, y destruyendo las sementeras. Por esto los pobladores debieron en muchas ocasiones tomar las armas para escarmentar a los invasores y así impedir la pérdida de vidas humanas y de importantes riquezas materiales.
En Julio de 1768, y dándose así cumplimiento a lo dispuesto por la real cédula firmada por
Carlos III el 27 de Febrero de 1767, los jesuitas eran expulsados de Yapeyú, hasta donde llegó para ejecutar la orden -una orden que sería repudiada y resistida por muchos vasallos del rey Borbón- el gobernador
Francisco de Bucarelli y Ursúa.
Idos los jesuitas -esos misioneros que, junto con las verdades evangélicas, enseñaron concomitantemente a los indios a amar el trabajo y a defender con su libertad la independencia del suelo patrio-, pronto el desorden se generalizó en las reducciones, como lo testimonió
Juan José de Vértiz al afirmar en un memorial dirigido al monarca que los indios
“se entregaron a la matanza de ganados para alimentarse sin término ni medida, no atendiendo ya sus telares, siembras y otros trabajos establecidos, y lo que antes se llevaba y gobernaba por unas muy escrupulosas reglas se redujo a confusión y trastorno”.
Reemplazado
Bucarelli en 1770 por
Vértiz (entonces en el ejercicio de la gobernación del Río de la Plata), el nuevo mandatario designó en 1774 por teniente gobernador de Yapeyú al mayor
Juan de San Martín, oficial que había llegado América en 1765 y que desde 1767 administraba una vasta hacienda, la Estancia y Calera de las Vacas, en la Banda Oriental, también propiedad de los jesuitas.
Así, por obra del encadenamiento histórico que sucedió a la real orden de extrañamiento de los hijos de San Ignacio, se instalaron en Yapeyú don
Juan de San Martín, que a poco sería ascendido a capitán, y su esposa
Gregoria Matorras. El capitán
San Martín ejerció el cargo con gran responsabilidad. Si bien debió prestar preferente atención a la lucha armada contra minuanes y portugueses, no descuidó su gestión administrativa, que llegó a ser fecunda. Tanto fue así, que cuando dejó el cargo, el Cabildo de Yapeyú manifestó respecto de aquélla que
“ha sido muy arreglada, y ha mirado nuestros asuntos con amor y caridad sin que para ello faltase lo recto de la justicia y ésta distribuida sin pasión, por lo que quedamos muy agradecidos todos a su eficiencia”.
Mientras don
Juan de San Martín se entregaba a la atención del cargo que se le había confiado,
Gregoria Matorras vivía en Yapeyú dedicada a la crianza de sus cinco hijos, el menor de los cuales era
José Francisco, nacido allí, el 25 de febrero de 1778.