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  .: FAMILIA

 
La adultescencia
   
[2006] - Desde los más diversos ámbitos, y con creciente fuerza, se observa un fenómeno de extensión progresiva de la adolescencia. Ésta ha traspasado sus fronteras naturales, dando lugar a la instauración una "cultura adolescente" y a la consolidación de un nuevo modelo de madurez*

Eugenia es una típica "adultescente" pos-moderna. En una entrevista publicada en una reconocida revista porteña para la mujer, declara: "Tengo 45 años, pero aún me siento de 20. Muchas estamos en esta situación. La verdad es que no crecimos todavía. Si somos eternas adolescentes, se hace muy difícil que nuestros chicos nos respeten. ¿Cómo me van a hacer caso cuando les digo que ordenen el cuarto si el mío es un desastre?". La opinión de Eugenia no representa un hecho aislado: "No creo en la adultez ni en eso de crecer. Yo me identifico mucho más con alguien de quince años, que con una persona de mi edad". Palabras de un grande del rock nacional, Charly García, auténtico adultescente moderno en versión remixada.

La sola mención del término "adultescencia" puede generar en más de un lector la sospecha de que -con la presente reflexión- se formulará una severa crítica respecto de aquellos adultos que tienden a comportarse al modo de los adolescentes, asumiendo sus criterios y actitudes vitales. De hecho, no son pocos los que, asombrados por este auge de lo adolescente, se esfuerzan por denunciar el fenómeno de la "adolescentización" y previenen contra sus consecuencias. Son los mismos que se oponen al fenómeno de anticipación precipitada y extensión abusiva de la pubertad, advirtiéndonos respecto del nacimiento de una adolescencia eterna. El psicólogo norteamericano Dan Kiley explicó las dificultades experimentadas por ciertos adolescentes -fundamentalmente varones- cuando deben enfrentarse con el desafío que implica ingresar en el mundo adulto. En 1983 describió este fenómeno y lo llamó Síndrome de Peter Pan.

En general, todos los que asumen esta perspectiva tienden a considerar que tanto este proceso de "adolescentización" del adulto (que siendo grande se vuelve de repente niño), como el de ampliación de la adolescencia (que termina cada vez más tarde), constituyen tendencias regresivas de raíz psicológica que impiden o dificultan el logro de la plena "madurez". Vale decir, todos creen que existe un "patrón de madurez" bien definido y universalmente aceptado que, en estos casos particulares, no lograría ser asumido plenamente por causas netamente personales.

No pretendo negar la existencia de estos procesos. Cabe a los psicólogos explicar sus causas y consecuencias. Considero, sin embargo, que el fenómeno amerita una lectura más profunda aún. A mi entender, estos acontecimientos de naturaleza individual guardan relación con un cierto proceso de transformación cultural por el que se ha venido a cuestionar -al menos en una fracción de la sociedad- el patrón de "adultez" tradicional. En su reemplazo, se ha instalado un nuevo modelo que recoge elementos usualmente reservados a la adolescencia, y los incorpora como fundamentos relativos al "buen vivir".

Efectivamente, este culto a lo adolescente tiende a cobrar cada vez mayor relevancia, fundamentalmente por su creciente difusión en los medios de comunicación masiva. La adolescencia se ha convertido en sinónimo de "plenitud" y "lo adolescente", en criterio de juicio y parámetro de discernimiento. Se trate de "galanes", "lolitas", cracks de fútbol o estrellas de rock, la consigna suele ser siempre la misma: mostrar sin tapujos el enorme atractivo de una etapa que, hasta hace algunas décadas, estaba destinada a pasar inadvertida. A continuación, describiré algunos de los rasgos principales de este nuevo modelo de "adultez".


El pensamiento "frágil"

Ser "adulto" en la "cultura adolescente" implica asumir una cosmovisión de la realidad que se encuentre fuertemente alejada de cualquier pretensión de certeza, de tal modo que nuestra situación en el mundo sea interpretada en todo momento como provisional, incierta o inasible. A causa de ello, el relativismo cobra plena vigencia, y es interpretado como condición necesaria para la vivencia democrática. De hecho, el defensor de posiciones "dogmáticas" es considerado hoy, por gran parte de la sociedad, como intolerante.

Además de las variables históricas que inciden en esta interpretación, noto que dicho relativismo es una primera consecuencia de la natural reivindicación de las diferencias y las singularidades locales que surge de la instauración de este mundo "globalizado". El contacto con lo diverso de las más variadas culturas -que puede lograrse hoy con sólo apretar un botón- nos mueve a aceptar que ya no existe un único modo de concebir la existencia. Así, pues, se descarta de plano cualquier lectura monolítica y estática de la realidad que no contemple tamaña diversidad.

Pero, en algunos círculos, el relativismo responde a la consolidación de un fuerte "nihilismo", que rechaza férreamente cualquier posibilidad de acceso al conocimiento de la verdad acerca del mundo y del hombre. La realidad nos es inaccesible, por lo que nuestra concepción acerca de la vida es tan arbitraria como puede serlo la de la nuestros semejantes. Toda certeza debe ser considerada desde el inicio como provisional. Nuestras convicciones más profundas están a priori desacreditadas, lo que nos somete a una situación de gran vulnerabilidad. El pensamiento del hombre contemporáneo se vuelve "frágil", voluble. Muta indefinidamente, sin hallar anclaje firme en ningún lugar.

Los "mapas" que tradicionalmente servían de orientación a individuos, familias y culturas- se encuentran en estado de permanente revisión y de ración. Ya no hay recetas; las respuestas clásicas se encuentran perimidas; los proyectos arquetípicos, cuestionados. No hay brújula que marque el Norte, ni señal que se arrogue la infalibilidad. En esto, el curso posmoderno suele mostrarse sumamente optimista: esta disolución de los "horizontes de sentido" uniformes permite la "liberación de diferencias", de modo tal cada uno pueda ser y hacer lo que considere legítimo para su satisfacción y desarrollo. La desorientación, pues, lejos de constituir un "retroceso” materia cultural, representa -según esta perspectiva- un avance en claridad y coherencia. Estar desorientado implica haber asumido finalmente la inevitable condición del hombre en el mundo: la del visitante te perplejo que intenta subsistir sin pretensiones de claridad mayores de las que se le exigen para transitar su fugaz paso por la historia.

Con la multiplicación de los referentes, entra en crisis la idea misma de autoridad. En el seno de las familias y de las escuelas se vuelve difícil lograr los necesarios consensos. Hasta los mismos directivos de escuelas tienden a disentir en torno a asuntos que antaño se consideraran incuestionables.


El emotivismo

En este contexto de fragmentación y multiplicación de los horizontes de sentido, cabe preguntarse cuál habrá de ser el criterio que orientará las acciones de los hombres. Dicho de otro modo, a falta de mapas o brújulas que nos den confianza, ¿cómo sabremos cuál es el rumbo que debemos dar a nuestras acciones? La propuesta de la cultura contemporánea es bastante contundente al respecto: hay que escuchar el propio corazón.

Ser adulto implica, pues, vivir de acuerdo con parámetros que vengan definidos no tanto a partir de una fría lógica de carácter imperativo, sino más bien por la secreta obediencia a los sutiles movimientos afectivos de naturaleza incomunicable. El adulto debe "hacerse al oído" de sus vivencias emotivas para palpitar en ellas el ritmo errático, pero legítimo que conduce a la propia autorrealización. Lo importante es sentir, sentir de verdad, hacerle caso al sentimiento, dejarse llevar por los sentidos.

La "cultura adolescente" postula así un auténtico elogio de la espontaneidad que procura que en todo momento el sentimiento encuentre plena expresión, que el impulso inmediato tome el lugar que la fría razón calculadora le ha arrebatado. En un contexto "emotivista", en el que el sentimiento se convierte en criterio absoluto de acción y valoración, es natural encontrar un marcado auge de posiciones hedonistas. La realidad es valorada en función del impacto emotivo interno. Y el impacto emotivo placentero resulta evidentemente más deseable que el displacentero. Es preciso buscar el placer y rehuir del dolor y el sufrimiento. El imperativo del bienestar personal se aleja, así, de la lógica ascética: ¡Basta de renunciamientos y privaciones! ¡Basta de postergaciones y promesas de felicidad ultraterrena! ¡Que cada uno viva con plena libertad su derecho a la búsqueda del placer y el bienestar inmediatos!


La ordofobia

La madurez se vuelve, por tanto, intolerante respecto de las imposiciones arbitrarias. Cultiva la autenticidad y rehuye de las exigencias disciplinarias, a las que a menudo asocia con acontecimientos represivos. El criterio del "orden" es interpretado como recurso uniformizante y enemigo de la individualidad. La mesura y la privación, como cargas agobiantes. Proponer una norma es, de algún modo, invadir y avasallar la legítima autonomía. En este contexto, la cultura adolescente procura que se limiten al máximo las imposiciones normativas (que han de restringirse sólo a la vida social), generando no pocas situaciones de anomia y desborde, pues no siempre resulta fácil conciliar el deseo individual con el orden social.

En consecuencia, el nuevo patrón de madurez ve con buenos ojos las pequeñas trasgresiones, por considerarlas un condimento indispensable para sobrellevar la aridez de la rutina cotidiana. Es contemplativo con las diversas formas de desborde y desmesura, en la medida en que ello no afecte la convivencia pacífica y no conspire contra el desarrollo expresivo de los semejantes. De esta manera, el descontrol permite poner de manifiesto lo más genuino y profundo de la personalidad: facilita la epifanía de las profundidades.


La aceleración vital

El nuevo "adultescente" sabe que la existencia transcurre en el presente, y nada más que el presente. Pero se trata de un presente fugaz, que se halla sumergido en un movimiento de creciente aceleración. Vivimos en la era de lo instantáneo, de lo automático. El "Imperio de lo Efímero" (etimológicamente, "que dura un día") conquista cada vez mayores espacios, contaminado con su influencia los ámbitos más representativos de la estabilidad. Las transformaciones tecnológicas se multiplican, los productos cambian en sus propiedades, su cosmética y sus estrategias de difusión.

Todo es un flujo perpetuo, que nos cautiva con la adrenalina de la aceleración. En los trabajos, prima la inestabilidad. Paralelamente, los empleados más jóvenes se ven atraídos por el ansia de movilidad: ya no sueñan con permanecer durante mucho tiempo en un mismo empleo, a pesar de las eventuales promesas de ascensos sucesivos. Prevalece la necesidad de variación laboral: ella aporta experiencia, nuevos contactos, y la fascinación inherente al encuentro con lo novedoso y desconocido.

La caducidad contagia otras esferas, además de las laborales. Es imperioso renovar el look, el auto o en su defecto, la bicicleta, el lugar de residencia, el color de las paredes de la casa, los muebles, en fin, todo lo que admita la posibilidad de cambio. El propio cuerpo también es sometido a esta vorágine de la renovación incesante.

Indudablemente, esta aceleración del ritmo vital viene parcialmente generada por una industria que ha sabido promover e instalar un culto a la permanente renovación: el mundo de la moda se erige como el artífice y promotor principal de los criterios, estilos y comportamientos, no sólo estéticos sino también vitales, imprimiendo el sello de la obsolescencia en todos los ámbitos de la cultura.

En este contexto, la aceleración vuelve al hombre intolerante ante los procesos. La "cultura adolescente" es la era del "llame ya". Es también la cultura de las recetas fáciles: "aprenda a cocinar en 10 lecciones"; "cómo educar a un hijo en 5 pasos", "las 7 claves del ama de casa exitosa", "dieta relámpago: baje 10 kilos en 2 semanas". En el campo de la educación familiar o escolar, esta intolerancia genera no pocos problemas.


Los vínculos "líquidos"

En la vida social, sin embargo, el nuevo "adultescente" no es partidario de la abnegada renuncia en pos del bien común. Respeto y tolerancia son las condiciones democráticas básicas del ciudadano maduro, y ambas son plenamente compatibles con la búsqueda del bienestar individual. En esta búsqueda -como dice el sociólogo polaco Zigmunt Bauman- cobra especial relevancia la instauración de vínculos "líquidos", breves y erráticos, desprendidos de pretensiones de eternidad o entrega incondicional.

Las relaciones interpersonales gozan del mismo carácter de perentoriedad que los compromisos laborales. Se las concibe desde el inicio como caducas y sujetas a revisión. Abundan las "cláusulas de ajuste", las revisiones y redefiniciones. La posmodernidad no es opuesta a la estabilidad. Es opuesta al mandato apriorístico de estabilidad. Lo que antes estaba destinado a durar "para toda la vida", o por mucho tiempo, y sólo excepcionalmente era admitido como transitorio, comienza a ser considerado antes y primeramente como: transitorio, y sólo excepcionalmente para toda la vida.

La "cultura adolescente" no asume esta carencia como hecho del que hay que lamentarse. La volatilidad de los vínculos es vista como una verdadera liberación de las ataduras de la estabilidad rutinaria opresiva. Además de su brevedad, en las relaciones liquidas el sujeto ha de conservar permanentemente su capacidad dominio. Ellas son menos propensas a crearse a partir de apasionamientos "románticos”. Más bien surgen ya desde el inició con una cierta dosis de racionalidad calculadora. Estas relaciones "de bolsillo" está conducidas por la lógica de negociación permanente, en que cada parte propondrá sus demandas y sus prerrogativas, en pos de una conciliación no necesariamente obligatoria. Resulta imprescindible garantizar que, a partir de este contrato vincular, ambas partes saldrán suficientemente favorecidas, que a pesar de los costos inherentes a cualquier compromiso, habrán de ser mayores los beneficios que las renuncias.


Consideraciones finales:

Indudablemente, algo -y no poco- ha cambiado en nuestra cultura. Todos percibimos el impacto de estos cambios, que atañen no sólo a la esfera del debate intelectual, sino más bien, y mucho más fuertemente, a nuestra experiencia cotidiana. Percibimos que los criterios y modalidades de nuestra niñez han quedado sepultados en el tiempo y que las nuevas tendencias amenazan con transformar de raíz lo que en otros tiempos parecía inmodificable. La posmodernidad ha promovido una verdadera revisión de los parámetros y modos de vida del hombre corriente, acercándonos un modelo de plenitud que encuentra gran semejanza con los modos y formas de vivir, pensar y sentir del adolescente. Evidentemente, este nuevo modelo pretende instalarse en respuesta a un patrón de madurez que no ha sabido o no ha podido mostrarse como promotor de plenitud.

Oscilando entre la denuncia temerosa (que se instala como hábito defensivo entre quienes han sido educados en el paradigma "tradicional" de madurez) y la sumisión progresista (propia de los que se afilian a las nuevas tendencias sin suficiente espíritu crítico y reflexivo), muchos de nosotros transitamos nuestra adultez en una situación de permanente contradicción. A veces nos comportamos según el criterio tradicional, a veces navegamos al ritmo de los imperativos de la moda dominante, intentando de esta manera sortear la encrucijada que la cultura nos presenta de modo ineludible. ¿Qué hacer en un contexto semejante?

Ante todo, es preciso "dejarse interpelar" por estos acontecimientos, no necesariamente para cambiar la esencia de nuestras convicciones, pero sí para estar dispuestos a asumir las carencias miserias de nuestro entorno personal y social. Si hacemos este ejercicio, seguramente descubriremos que las antinomias con que nos enfrenta la cultura representan, en realidad, falsas antinomias. Encontraremos que entre el dogmatismo y el relativismo, entre la racionalidad fría y el emotivismo impulsivo, entre la disciplina agobiante y la anomia, entre el narcisismo complaciente y la falsa abnegación existe un estrecho sendero, tan antiguo como nuevo.

Esta vía nos permitirá saciar los apetitos más profundos que brotan del corazón humano: el anhelo de verdad, la necesidad de dignificación del placer, el ansia de hondura vincular, el legítimo deseo de "personalismo" y la búsqueda de un proyecto con sentido. El anhelo de verdad, una verdad no concebida como un cuerpo de doctrina monolítico, inmutable e impermeable a la crítica, sino como un proceso de develación progresiva y conjunta del misterio de la realidad; la necesidad de dignificación del placer, entendido como evento que trasciende lo orgánico y efímero, y que adquiere plenitud cuando se inscribe en un proyecto existencial alimentado por la esperanza y el amor; el ansia de hondura vincular, que logra su perpetuidad en la medida en que descansa en un cotidiano elegirse y maravillarse ante el misterio deslumbrante del "otro"; el legítimo deseo de "personalismo", que rescata al individuo del anonimato de la masa, y al mismo tiempo, de la cerrazón del narcisismo, para abrirlo a la riqueza de la vida social y comunitaria y la búsqueda de un proyecto con sentido, que es tal cuando el presente fugaz es asumido y articulado en un proceso que tiene historia y promete una posteridad fecunda. Son todas ellas exigencias humanas universalmente reconocidas y universalmente vividas, mal que les pese a ciertos teóricos de turno. Aunque genéricas en su formulación, son estas experiencias fundantes las que devolverán al hombre contemporáneo el deseo inexcusable de ser adulto de verdad.


Un largo Camino

La expresión "adolescencia prolongada" fue acuñada por Siegfried Bernfeld en 1923, tras la observación del comportamiento de diversos movimientos juveniles estudiantiles, después de la Primera Guerra Mundial. Años más tarde, en 1954, Peter Blos expondría sus descubrimientos relativos a la "Prolongación de la adolescencia en el varón" en el American Journal of Orthopsychiatry. Al poco tiempo, Eric Erikson introduciría el concepto de "moratoria social" para designar al período previo al inicio de la "adultez joven" destinado a la exploración de una gama de oportunidades, al ensayo y el error en torno a diversos roles, y que facilitaría la paulatina integración de los componentes de identidad infantiles en la identidad final de la estructura del joven.

Abrevando de estas tradiciones, el psicólogo norteamericano Dan Kiley propone en 1983 el concepto de Síndrome de Peter Pan para caracterizar este fenómeno de adolescencia prolongada que encuentra en la actualidad pleno auge. Para Kiley, los jóvenes o adultos que padecen este síndrome experimentan marcadas dificultades para sostener compromisos de mediana intensidad, sean estos laborales o personales. Su marcado narcisismo, sumado a una ensoñación fantasiosa relativa a la vida futura, los recluye en una vida en la que las arideces y sinsabores parecen no tener cabida. Falta de responsabilidad, extorsión emocional, actitudes de desamparo, y una alegre y despreocupada visión de la vida, son -según los entendidos- algunos de los rasgos que caracterizan a aquellos hombres que se resisten a admitir que ya no son adolescentes, y que deben asumir la vida con criterios más maduros y responsables.

Esta concepción se encuentra hoy en revisión en diversos ámbitos. Incluso hay quienes señalan la existencia de un fenómeno inverso de "premura psicosocial", fundamentalmente en contextos lindantes con la marginalidad o la pobreza, en virtud del cual los adolescentes se ven impelidos a acortar o anular este período de desarrollo en virtud de las exigencias coyunturales que lo obligan a introducirse intempestivamente en el mundo de los adultos.


La hiperadolescencia

La consolidación de la "cultura adolescente" parece haber generado una curiosa paradoja: mientras que el adolescente mira al adulto para encontrar en él parámetros de desarrollo y maduración, éste se encuentra obnubilado respecto de los modos y pareceres propios de los teens, generándose así un círculo vicioso de particulares consecuencias. Como consecuencia de ello, muchos adolescentes han perdido su inercia madurativa; al no encontrar un modelo referencial que aliente la superación de la pubertad.

Esto ha propiciado una verdadera expansión hegemónica de las conductas de los adolescentes, que encuentran en las acciones de sus "referentes naturales" un cierto "espejo magnificado" que legitima su situación actual y los sumerge en una suerte de "parálisis madurativa". En virtud de esta circunstancia, y ante la ausencia de criterios que se presenten como instancias de madurez superiores (léase, un ideal de "adulto no adolescentizado"), la adolescencia se sale de su órbita presa de un creciente desamparo que no hace otra cosa que sepultar al joven en la desespera inacción.

De este modo se exacerban las conductas típicamente adolescentes en virtud de una suerte de insuflación artificial consentida y/o promovida desde el mundo adulto. El natural espíritu trasgresor se potencia no sólo individual sino socialmente dando lugar a situaciones llamativas por su agresividad e incontinencia; la desorientación se magnifica, el emotivismo se ve transformado en antesala de conductas adictivas, la dependencia de imagen se extralimita, al tiempo que busca encubrir indigencias afectivas notorias; la devoción por el instante conspira contra el desarrollo de proyectos atractivos de largo plazo, en fin, lo adolescente convierte en hiperadolescente, desfigurándose.

-> Santiago Bellomo
Licenciado en Filosofía y secretario académico de la Facultad de Psicología y Educación de la UCA.

 
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