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El crepúsculo de la prudencia
   
[2006] - Asomarnos al sentido perdido de la prudencia y a todas sus implicancias supone una confrontación con muchas de las convicciones que nuestra sociedad acepta sin crítica.

Un espacio destinado a recordar virtudes olvidadas debe reservar un lugar preferencial a la virtud de la prudencia. Su olvido, sobre el que Josef Pieper advertía en páginas memorables medio siglo atrás, hunde sus raíces en el "espíritu" de la historia reciente y ha tenido una muy profunda repercusión en la cultura y en la educación de nuestra época.

Tradicionalmente, la prudencia era considerada la virtud básica en un plano natural, la "madre" de todas las otras virtudes. Pero ese sitial le sería objetado, sin duda, por nuestra actual mentalidad. Conforme a ella, la prudencia tendría, a lo sumo, una importancia táctica para la vida práctica, pero está alejada de la grandeza de ánimo y de la abnegación que suelen identificarse con la palabra "virtud". Inclusive, de acuerdo con esta "nueva" perspectiva, el prudente debería en ocasiones actuar con cierto egoísmo o frío cálculo que no vacilaría en recurrir al ocultamiento y a la cobardía si éstos fueran necesarios para alcanzar sus fines. El "prudente" así entendido nunca sería tan "tonto" como para sacrificar su interés por un "ideal".

Sorprende el hecho de que esta descripción de la presente carga semántica de la palabra "prudencia" no sólo constituya un olvido sino, más aún, una completa inversión de su sentido originario. En efecto, coincide puntualmente con lo que antaño se consideraba la forma más grave de imprudencia, su corrupción: la astucia. Ésta era una falsa prudencia que se nutría de la avaricia y que, al ocupar el lugar de la auténtica prudencia, clausuraba con más fuerza la posibilidad de buscarla y adquirirla.


La creación, el conocimiento y la acción

Asomarnos al sentido perdido de la prudencia y a todas sus implicancias supone una confrontación con muchas de las convicciones que nuestra sociedad acepta sin crítica.

La tradición afirma que la prudencia es una virtud intelectual que nos orienta a emplear una "recta razón en el obrar". En otras palabras, nos predispone a un mejor conocimiento de la realidad exterior, de los demás y de nosotros mismos, a fin de poder actuar en conformidad con ellos. Se trata de un puente entre el conocimiento y la acción.

¿No es, entonces, una pura función de adaptación, de prosaico "realismo", un conformismo que nos invita a dejar de lado nuestros "sueños" y a abandonar toda audacia y toda rebeldía transformadoras? No. De acuerdo con esta antigua visión del mundo, éste ha sido creado por Dios, motivo por el cual cada cosa, cada persona, posee un dinamismo profundo hacia su perfección; cada situación, encierra un mensaje, el grito de un bien que quiere realizarse. La prudencia, lejos de constituir una resignación pasiva, es la virtud que nos anima a escuchar con docilidad, con solertia -esa capacidad para afrontar lo inesperado-, con recta memoria -sin falsear nuestras experiencias pasadas a la luz de las cuales evaluamos cada nueva situación-, ese mensaje. Sólo escuchándolo, hay auténtica y eficaz vida activa.

El abandono de la mirada del mundo como creación divina trajo aparejado el de la prudencia como virtud fundamental. Si la realidad no encierra un sentido ni un plan, sino que es pura facticidad neutra, ¿qué valor profundo puede tener adecuarse a ella?


Prudencia, moral y psicología

La moralidad entera, en aquel sentido clásico, se alimenta de la prudencia. "Todas las leyes morales y reglas de conducta pueden reducirse a una sola: la verdad", afirmaba Goethe y nos repite Pieper. La realidad penetra en nuestra existencia por la puerta de esta virtud. Sin ella, la justicia es una pseudo-bondad; la fortaleza, violencia; la templanza, represión, apocamiento o mojigatería; la ética toda se convierte en un conjunto de normas extrínsecas a cumplir.

El conocimiento no encarnado de dichas normas no hace al hombre bueno. Todos tenemos noticia, lamentablemente, de "expertos teóricos" en moral que, en la vida diaria, son injustos o prepotentes bajo pretexto de ser fieles a la "rígida virtud". El fanático, por ejemplo, es imprudente y, por eso, injusto. Es que corresponde a la prudencia conferir a quien la posee esa ubicación y finura -esa flexibilidad bien entendida- propias de la verdadera madurez.

En sentido inverso, todo acto malo, toda mala decisión, todo vicio, hunde sus raíces en una voluntaria ignorancia. Toda existencia inauténtica proviene de una ceguera más o menos reconocida y utiliza grandes energías para justificar esaLic. Juan Pablo Roldán huida de la realidad. "Quien no vive como piensa, termina pensando como vive"...

Existe, inclusive, una estrecha relación entre la prudencia y la normalidad psicológica. La falsa moralidad del neurótico no abreva en la sana vitalidad y en la sencilla autotransparencia del prudente.

La prudencia es lucidez consciente y, simultáneamente, acuerdo espontáneo con nuestras tendencias inconscientes, cuya aparente oscuridad es en realidad sede luminosa de un plan previo. Nuestros instintos se falsean, se vuelven anárquicos y obstaculizan el espíritu sólo cuando no han podido respirar el "oxígeno" que procede de la visión de la realidad. El imprudente, por este motivo, debe enfrentar una disociación entre lo que desea, lo que piensa, lo que decide y lo que manifiesta en sus acciones.


Libertad e inexorabilidad de la verdad

En lugar de consagrar una actitud acomodaticia, la prudencia nos enfrenta a una verdad que debemos cumplir inexorablemente. Esta responsabilidad ineludible que interpela al prudente en cada encrucijada de la vida, suele ser vista como una dura limitación de la libertad personal.

Para ser libres, aparentemente, deberíamos distanciarnos del rigor de las certezas y apoyarnos, por el contrario, en un "adecuado" relativismo -en el cual se inspiran expresiones como "nada es tan serio" o "no hay que tomarse las cosas tan a pecho"... -.

Emilio Komar escribía, contra esta opinión, que el descubrimiento de una verdad absoluta, sin ataduras, permite gozar de una auténtica libertad, de una sana independencia, y que el relativismo, en cambio, enreda al hombre en una madeja paralizante de relaciones sin fin, al negarle la posibilidad de una decisión propia y definitiva. Cuando todas nuestras opiniones son provisorias, condicionales, precarias -en otras palabras: relativas-, las elecciones que en ellas se fundan nunca pueden ser categóricas, sino que dependen de una interminable serie de factores ajenos a nosotros. Sin verdad inexorable, por lo tanto, nadie tiene la libertad de comprometerse firme y perdurablemente en nada.


Proa hacia el sentido

Educar en medio de nuestra cultura en la virtud crepuscular de la prudencia, educar la mirada, la docilidad, el compromiso activo con una realidad cargada de sentido, es ayudar a que cada uno descubra -redescubra- la "inteligente proa de nuestra esencia", en palabras de Paul Claudel.


-> Juan Pablo Roldan
Licenciado en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Católica Argentina

 
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