Hace unos años una psicóloga me regaló un libro que relata casos concretos de lo que ésta especialista me hablaba con frecuencia: El niño interior.
Se trata de un concepto que, sin querer hacer uso ilegal de la psicología, podría explicarse como la marca a fuego que dejan los hechos -positivos y negativos- en un niño hasta los 4, 5 o 6 años que, de distinto modo, lo acompañarán de por vida.
El libro "La llave perdida" fue escrito por Alice Miller y cita entre sus personajes analizados, a Joseph Francis "Buster" Keaton, ese particular actor de la época del cine mudo al que, sin inmutarse, le pasaban mil y un situaciones increíbles. También vivía situaciones insólitas que requerían una encomiable preparación física, además de un gran ensayo.
Podríamos haber intentado reducir el texto del capítulo referido a este particular actor y director, pero seguramente dejaríamos de lado información valiosa. Es por eso que preferimos transcribirlo completo.
Podrá haber consideraciones de la autora que no se compartan, pero los hechos, descriptos por el propio Buster, no admiten otra cosa que la observación atenta y la comparación con hechos de nuestra vida cotidiana.
Carcajadas en torno a un niño maltratado o El arte del autodominio (Buster Keaton)
Buster Keaton, un famoso cómico de los años veinte y treinta, sabía arrancar carcajadas al público con sus gags, sin que su propio rostro se alterara en absoluto. Recuerdo que cuando yo era pequeña tal discrepancia me llamó la atención, y que me parecía imposible divertirme con los gags si al mismo tiempo tenía que contemplar aquel rostro triste.
Ahora, casualmente, he tropezado con la biografía de Buster Keaton y he encontrado en ella la explicación de mi malestar (W. Tichy 1983). Ya a los tres años de edad, Buster Keaton acompañaba sobre el escenario a sus padres, que eran cómicos itinerantes, y contribuyó a su celebridad dejándose maltratar gravemente por ellos ante el público y sin pestañear.
Los espectadores se lo pasaban en grande, y cuando las autoridades se decidían a intervenir a causa de las lesiones que sufría el niño, la familia se encontraba ya con su espectáculo en alguna otra ciudad. Las palabras del propio Keaton retratan con claridad más que suficiente la situación, pero sólo describen los hechos, cuyo significado le estaba velado por completo. El siguiente pasaje permite deducir que ello era, efectivamente, así.
"Mis padres fueron mi primer golpe de suerte. No recuerdo que, durante mis primeros años, discutieran una sola vez por dinero ni por ningún otro motivo... A partir de mi décimo cumpleaños, tanto ellos como todos los demás que participaban en nuestro espectáculo, no me trataron ya como niño, sino como adulto y como artista hecho y derecho". (W. Tichy 1983, pág. 17, cursiva de A.M.).
Si Buster Keaton hubiera estado en condiciones de darse cuenta de que sus padres lo explotaban desvergonzadamente, y "además" no sólo maltratando su cuerpo, sino mutilando brutalmente su alma, sin duda no se habría pasado la vida divirtiendo a la gente sin tener él mismo ningunas ganas de reírse. Los siguientes párrafos muestran cómo el actor acabó siendo lo que fue:
"(...) al niño que nace detrás del escenario, los padres le untan la cara con maquillaje tan pronto como aprende a andar..., a veces sólo por diversión, para regocijarse ellos mismos, o para comprobar si el niño está ya en condiciones de mostrarse al público... Mi padre me ponía ropas esperpénticas, parecidas a las que él llevaba. Así que desde bien pronto llevé pantalones largos y zapatos. Empecé a salir al escenario cuando tenía unos tres años, al principio en sesiones matinales. Cuando yo acababa de cumplir cuatro, un empresario les dijo a mis padres: «Si sacáis al chaval en la función de noche, os pago diez dólares más»... Desde ese momento formé parte del espectáculo, por diez dólares a la semana... Mi primera semanada la cobré, pues, en 1899." (ídem, pág. 15)
"(...) comparecí ante las más diversas comisiones, en algunas ciudades incluso ante el alcalde. En dos estados, el gobernador en persona me examinó para comprobar si mi actividad en el escenario me había producido lesiones corporales. A veces me prohibían actuar, pero como nuestros contratos nunca duraban mucho, pronto nos encontrábamos trabajando en alguna otra ciudad donde las leyes eran menos estrictas. En la mayoría de ciudades y estados, las leyes prohibían expresamente que los menores de dieciséis años se dedicaran al funambulismo, a bailar en la cuerda floja o a otras clases de acrobacia. Eso representaba para mí una escapatoria, pues yo no era acróbata. Lo único que hacía era aguantar que me trataran a empujones. Cuando salía del teatro, llevaba pantalones largos, sombrero Derby y bastón. Así inducíamos al error a algunos, que me tomaban por un enano." (ídem, pág. 16)
"En aquel número, no precisamente refinado, mi padre y yo nos propinábamos escobazos, lo cual me incitaba a ejecutar extrañas volteretas y revolcones. Si alguna vez se me ocurría sonreír, el siguiente escobazo era bastante más fuerte. Toda la educación que recibí de mis padres tuvo lugar ante los interesados ojos del público. Yo ni siquiera podía lloriquear. Cuando me hice mayor, llegué por mí mismo a la conclusión de que yo no era de los cómicos que pueden bromear y reír con el público. Mi público debe reírse de mí." (ídem, pág. 17)
"Una de las primeras cosas que descubrí fue que, cuando yo sonreía o dejaba entrever lo divertido que resultaba aquello, las risas del público eran menos intensas que de costumbre. Lo que ocurre, supongo, es que a la gente no le parece lógico que un guiñapo, un trapo humano, un put-ching-ball se divierta con lo que le pasa. (...) Cuando algo me cosquilleaba y yo empezaba a sonreír, mi viejo rezongaba: «¡La cara! ¡La cara!». Eso significaba: «¡La boca quieta!». Cuanto más tiempo soportaba yo eso, más probable resultaba que mi rostro inexpresivo o mis labios rígidos hicieran duplicarse las carcajadas. Mi padre estaba siempre detrás de mí y no cejaba nunca en su propósito, y en pocos años la cosa ya era automática. Siempre que salía al escenario o me hallaba ante la cámara, me resultaba imposible sonreír. Hasta hoy." (ídem, pág. 17, cursivas de A.M.)
A la vista de la inmaculada idealización de los padres, pocos se atreverán a dudar de que las escenas descritas por Buster Keaton tuvieran realmente lugar. Nadie sería capaz de inventarse semejante horror, y mucho menos un niño que asegura haber tenido una infancia ideal. Pero el significado de esas escenas para su vida y para su «arte» se le escapó totalmente. También se le escapa al biógrafo, el cual, después de reunir todos los datos, escribe:
Sin duda alguna, los padres de Keaton no querían a su hijo menos que otros padres a los suyos, y lo trataron tal como, subjetivamente, lo creyeron correcto en interés de todos, (ídem, pág. 16, cursiva de A.M.)
Ese mismo biógrafo nos informa acerca de los numerosos malos tratos físicos que el padre infligió al hijo, y de los cuales incluso se pavoneaba, orgulloso de que su hijo hubiera soportado todo eso sin convertirse en un quejica.
Pese a su recuerdo de los hechos, el trauma debido a los malos tratos y a las humillaciones quedó sin duda oculto a la conciencia de Buster Keaton. Por eso se vio obligado a repetirlo incontables veces, sin haberlo sentido nunca, pues la temprana lección gracias a la que aprendió que sus sentimientos estaban prohibidos y debían ser ignorados mantuvo su vigencia.
En los cafés y bares de una pequeña ciudad he reparado en la presencia de otros niños que evidentemente han aprendido lecciones semejantes. Los he visto mirando al frente con ojos vacíos, con un cigarrillo en la mano, con algo de alcohol en el vaso, si les alcanza el dinero, y mordiéndose las uñas. Beber, fumar, morderse las uñas: todo eso está al servicio del mismo fin: impedir, cueste lo que cueste, que salgan a la luz los sentimientos, porque a esos niños no se les permitió aprender a experimentar emociones, a vivir con ellas y a comprenderlas.
Temen a los sentimientos más que a nada, y sin embargo no pueden vivir completamente sin ellos, así que se engañan a sí mismos con la ilusión de que ese estado de euforia en la discoteca, bajo los efectos de la droga, puede sustituir todo lo que han perdido. Pero ese truco no funciona, y esos niños despojados de sus sentimientos empiezan a robar en casas, a destruir objetos y a despreciar los sentimientos y los derechos de otras personas. No saben que una vez alguien hizo lo mismo con ellos: alguien saqueó sus almas, destruyó sus sentimientos, despreció sus derechos y se resarció gracias a ellos, víctimas inocentes, de las humillaciones sufridas un día. Pues los niños no tienen derechos.
La sociedad tampoco lo sabe. La sociedad encierra a estos adolescentes en instituciones correctivas en las que éstos pueden perfeccionar, a costa de otros, sus métodos destructivos, pero también a costa de sí mismos, pues lo único que hacen es continuar autodestruyéndose.
Hoy en día se oye con frecuencia la opinión de que el vandalismo ha aumentado, de que antes la juventud no era tan violenta, desconsiderada y brutal como hoy. Es difícil saber si eso es cierto, porque hoy en día determinadas formas de brutalidad organizada por el Estado, como por ejemplo la guerra, han dejado de existir, por lo menos en Europa.
Pero si ello es cierto, si es verdad que la impetuosidad de la juventud va en aumento, entonces me pregunto si no tendrá quizá que ver con la creciente tecnificación de la obstetricia y de la manipulación de los recién nacidos por medio de medicamentos que les impiden, desde el primer momento, vivir sus sentimientos y orientarse con ayuda de ellos. Entre el lactante reducido al silencio con ayuda de gotas calmantes, que en su vida posterior no tendrá tampoco experiencias mejores, y el adolescente sentado en un bar que he descrito más arriba, existe, a mi parecer, una conexión directa.
Alice Miller
-> Alberto Mora