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La casta política argentina
   
(Por Mñor. Héctor Aguer) - El Diccionario de la Real Academia de la Lengua presenta varias acepciones del sustantivo casta, que designaba por excelencia a una unidad étnica de la India, la cual se diferencia por su rango y permanece siempre en su identidad merced a la práctica de la endogamia.

Pero con una clarísima comprensión de las realidades sociales, el diccionario refiere también el nombre de casta a los grupos que en otras sociedades forman una clase especial y tienden a permanecer separados de los demás por diversas causas, entre ellas la política. Antepongo esta observación de léxico para justificar que es posible hablar de una casta política argentina que constituye un verdadero submundo, distinto del pueblo al cual se jacta de representar y sobre el cual ejerce un dominio mal disimulado haciéndose cargo de la conducción del Estado. Una cuestión digna de estudio es, mediante la investigación histórica, la posible existencia de una casta política que podría ser reconocida como antecedente de la actual, a la que deseo referirme en esta nota. 

En mi opinión, lo que hoy puede llamarse casta política es un fenómeno típico de la democracia. Atención: quiero decir de lo que en la Argentina se practica como si fuera una democracia, desde 1983. Destaco esta fecha que ha sido mitificada como la recuperación de la institucionalidad cívica después de la dictadura militar. Debo hacer una doble aclaración. En primer lugar, existen algunos (pocos) hombres y mujeres lúcidos y honestos que actúan en política, y segundo: la noción de casta se aplica analógicamente a quienes constituyen un grupo (vastísimo) de actores políticos, un verdadero submundo respecto de los ciudadanos.

El padre de la “democracia recuperada” hace cuarenta años aseguraba en sus discursos de campaña que con la democracia “se come, se educa y se cura”. Ahora bien, ese verso presuntamente profético no se cumplió. Con la “democracia” impuesta por la casta ni se come (además del hundimiento general en la pobreza un porcentaje altísimo vive en la indigencia), ni se educa (ni siquiera se instruye en los saberes básicos), ni se cura (el sistema sanitario está en ruinas y eso salta dolorosamente a la vista en las ciento treinta mil víctimas del Covid).

La endogamia que mantiene a la casta idéntica a sí misma, cualquiera sea el partido, alianza o frente ganador, son las elecciones. Con excesiva frecuencia, y para sostener a la casta en sus privilegios, el pueblo es convocado, con la obligación de asistir, como si fuera un rito de la religión laica, que la democracia implica y profesa, para introducir en las cajas mágicas que son las urnas, una papeleta en la que figura una “lista sábana” de gente desconocida que merced a ese rito se asoma desde el submundo en el que vive y medra, al mundo real en el cual el pueblo trabaja y sufre. 

La descripción antidemocrática que ofrezco a modo de desahogo, es un poco exagerada -lo reconozco- un poco, ma non troppo.

Cien años atrás, más o menos, la Argentina, Canadá y Australia se encontraban codo a codo en la línea de largada hacia el futuro con la esperanza de llegar a hacer una gran nación, próspera y destacada en el concierto de los pueblos por la felicidad de sus habitantes. Canadá y Australia se independizaron del Imperio Británico y lograron su propósito, la Argentina no. ¿Cómo se puede explicar este fracaso, esta suerte adversa?

Simplifico la respuesta apelando a una hipótesis: nosotros tuvimos a Perón, que nos dejó a su progenie, hijos legítimos y bastardos, que avezados en el populismo se suceden como principales protagonistas de la casta. Al expresar este juicio al cual recurro hipotéticamente, deseo advertir que no soy “gorila” (como se llama a los cerriles antiperonistas desde 1955); en realidad, me aventura a pensar que la sociedad argentina está malsanamente “peronizada”, ya que ha encarnado los vicios del peronismo y no sus virtudes, que algunas tiene. El pueblo argentino sufre bajo la casta, peronista o no, sin atinar a sacudir ese yugo para instaurar una auténtica democracia. 

En el presente artículo retomo lo expresado en el que publicó “InfoCatólica” el 21 de junio pasado: “La Doctrina Social de la Iglesia y la actualidad argentina”. Suplico que los lectores sean indulgentes y disculpen las repeticiones. Espero, con todo, que se cumpla el refrán bis repetita placent, y que éste les guste.

Algunos de nuestros máximos próceres eran monárquicos, y tenían buenas razones para preferir la monarquía, aunque en este régimen también podría temerse la formación y la imposición de una casta.

Escuchar la palabra oficial del actual gobierno (una casta bastarda del peronismo) implica un esfuerzo sobrehumano, porque la mentirosa irrealidad es presentada con una desvergüenza absoluta, como capítulo de un relato. Un reciente informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica muestra el deterioro creciente del país en la última década (con cuatro años de un gobierno seudoliberal), que ha sumergido en la pobreza a cientos de miles de personas, el 43,8% de la población; una de cada diez experimenta hambre con frecuencia cotidiana. Sólo el 42% de la población activa ha accedido a un trabajo digno; el 58% consigue un empleo precario o está desocupado. Otros datos que nos ha proporcionado el reciente censo: existen en el país 5.700 “villas”. Este nombre (antes solían llamarse “villas miseria”) designa agrupamientos o barrios precarios, que carecen de servicios esenciales como asfalto y cloacas. Caritas asistió a lo largo del año 2021 a setecientas mil personas con alimentos y programas de promoción humana integral. La casta, en cambio, no padece necesidad alguna y entre sus miembros se destacan numerosos corruptos, acusados del elegante delito de “enriquecimiento ilícito”; vale decir: son ladrones.

A las calamidades materiales se añaden las de carácter cultural y espiritual, obra de gente que carece de inteligencia y de fe, responsable de la destrucción de los restos de la civilización cristiana. Las leyes inicuas, contrarias al Orden Natural y a la Ley de Dios han modificado las estructuras tradicionales de la sociedad: divorcio, control de natalidad, aborto, “matrimonio homosexual”, y ahora proyectos para la legalización de la eutanasia, son “conquistas” logradas por la casta política, que adhiere a la agenda 2030 de las Naciones Unidas.

La así llamada “Agenda” introduce a las naciones adherentes al pacto en la globalización; agenda significa en latín “lo que hay que hacer”, que ha de ser inspirado en la ideología de género. Los miembros más destacados de la casta ignoran de qué se trata en realidad, pero aceptan el desorden que niega la naturaleza y cuando son gobierno lo imponen. Así Mauricio Macri, siendo presidente, se jactaba de que “la perspectiva de género rige transversalmente en la Argentina”. Este es el momento de distinguir la perspectiva, el punto de visión del cual se considera la realidad, de la ideología, una concepción filosófica completa, una antropología fundada sobre la negación del concepto metafísico de naturaleza. “Transversalmente” significa que toda la realidad debe ser abordada, en sus distintas dimensiones, por dicha ideología.

Sospecho que muchos integrantes de la casta -como ya lo he dicho- ignoran de qué se trata con todas las consecuencias culturales y sociales. En su irremediable superficialidad se suman al uso del “lenguaje inclusivo”. Este consiste en una jerigonza que incluye un error elemental de gramática castellana, pues según ésta el masculino es un género “no marcado” que abarca los dos sexos (notar cómo según la ideología el género se distingue y reemplaza al sexo). Cuando se escribe, la o y la a deben ser evitados; en su lugar va una x. Así se incurre en una repetición malsonante: “argentinos y argentinas”, “trabajadores y trabajadoras”, y aun “chicos, chicas y chiques”. El presidente de la Nación carece de pudor, no se avergüenza de emplear el lenguaje inclusivo en sus discursos.

La ideología de género se difunde por su uso en los medios de comunicación. Ofrezco un ejemplo elocuente. El “Día del Padre”, que este año cayó el 19 de junio, el diario “La Nación” -quizá el órgano de prensa más importante del país- presentó a sus lectores, como un modelo de cumplimiento y al modo de celebración, el caso de dos padres varones unidos en “matrimonio igualitario” que tienen un hijo, fruto del recurso a la “maternidad subrogada”, es decir, compraron óvulos y alquilaron un vientre. Esta frivolidad muestra al diario fundado por Bartolomé Mitre como miembro de la casta cultural, que del submundo que habita se asoma al mundo para “masajear” el cerebro de la burguesía que lo lea. Afortunadamente, los pobres no leen “La Nación”.

He escrito más arriba que la endogamia que permite a la casta subsistir perseverando en su identidad son las elecciones. ¿Qué será del futuro de la Argentina? A esta hora de la historia a la cual en su accidentado rodar hemos llegado, no es posible retomar la idea monárquica que profesaron Belgrano y San Martín. Tampoco se puede aspirar a gobiernos militares; estos se han repetido modernamente -duran poco- con un resultado lamentable, aún si borramos del recuerdo los crímenes de la última dictadura, aunque agradeciéndole que nos hayan editado convertirnos en Cuba o Vietnam, hacia donde nos empujaban los ejércitos guerrilleros.

La memoria de los años setenta destaca dolorosamente el fracaso de la casta política nacional. Una consideración sensata de la historia y del contexto internacional con la perspectiva de su agenda, nos lleva a reconocer que somos una república, aunque revestida con el sayal sucio y rotoso de la democracia electoralista. Hay que cambiar de ropa. Los valores republicanos tienen su fundamento en Platón, Aristóteles y la Doctrina Social de la Iglesia. Es preciso entonces repensar cómo una república digna de ese nombre puede dar cabida a la representación de un verdadero pueblo, caracterizado por una legítima organicidad, no de una masa que se presta a practicar la endogamia que asegura su sujeción a la casta.

Hay un futuro, entonces. Existe un posible y trabajoso futuro que suprima la grieta entre el submundo y el mundo. La cuestión no es meramente política, sino también social, cultural y religiosa. La Iglesia no puede ignorar su papel: Jesús envió a sus apóstoles, a los Doce y a sus sucesores, para hacer que todos los pueblos, naciones, razas, sean discípulos suyos –panta ta ethnē, Mt 28, 19-, que sean amaestrados de modo tal que sepan y puedan -porque para eso, para otorgar ese poder, se ofrece y distribuye la gracia- que se atrevan y puedan con una misteriosa y obediente libertad, organizar la vida individual, familiar y social a la luz del Evangelio. La luz iluminará el submundo y lo hará mundo; un mundo al servicio de todos los hombres y para gloria de Dios.

-> Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).

 
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