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Dino
   
[2005] - A veces, Dino se quedaba largo tiempo mirando la casa a la vuelta de la escuela. Era una casa gris, de esas con techo de pizarra, algo vieja. Dino las había visto en los cuentos de hadas, en algún sueño y en las películas, pero, en todo caso, esta casa tenía algo especial. Tanto que la gente decía:

- La hubiesen demolido. Si no fuera por el maniático que la habita...

La casa estaba puesta como con la mano, entre dos edificios nuevos, como un patito feo pero orgulloso. Tenía cuatro ventanales de vidrio de color oscuro y un portal como de iglesia, austero y siempre cerrado.

Dino se entretenía masticando un caramelo, las manos en la espalda, la cartera pesándole y recorriendo la casa encantada una y otra vez con la vista. Luego se iba. Y todo volvía a tener el mismo sabor de siempre en la tarde de terciopelo.

Todo ocurrió aquel día en que Dino encontró el portal abierto. Lo invadió una ansiedad terrible: la misma que cuando en los fines de semana corría a vestirse para un viaje. O cuando era ahogado por el grito de una cancha de fútbol.

No entró. Simplemente se acercó al portal y vio a una tortuga quieta como una piedra. La tortuga dijo:

- ¿Sabes? Adentro es posible encontrar todas las verdades del mundo. El porqué de las matemáticas. La razón de los sueños. Por qué tienes deseos de llorar cuando cae la noche y estás solo en tu casa.

Dino abrió la boca y no escuchó sonido alguno. Las tortugas no hablan. Eso es. No hablan. Un gato que dormitaba en una ventana abrió un ojo verde y azul y dijo:

- Esa vieja de la cáscara, la tortuga, miente.  Adentro no hay mas que telarañas y polvo. Hace cientos de años que esta casa es sólo lo que ves: silencio y fantasmas...

- Fantasmas .... - Dino se estremeció, pero el gato había cerrado el ojo y ya nada volvió a ocurrir. La tarde se sacudió de golpe y un alto árbol que parecía el vigilante de la casa, peinó su cabellera. Acaso dijo:

- No te asustes. Los fantasmas los lleva el dueño de esta casa en los bolsillos. Y en los ojos. Hay fantasmas que no usan sábanas y se llevan puestos.

Dino no entendía. Las voces se entremezclaban y no se dio cuenta que ni la tortuga ni el gato ni el árbol habían hablado. Era su miedo que dibujaba palabras extrañas, empujándolo a entrar.

La puerta abierta fue una tentación. Conteniendo la respiración entró. Y se quedó en el umbral, fascinado por la oscuridad luminosa que venía de una habitación sin puertas donde un hombre daba pinceladas muy lentas y espaciadas sobre una tela.

Dino tembló, pero una fuerza de gato y tortuga lo llevaron hasta tres metros de un hombre canoso y de rostro rojo, como los pimientos. La mano que empuñaba el pincel era nerviosa y seca, como un grito. Sin volverse, el hombre, el maniático como le decían, dijo:

- El árbol. El gato. Todos. Debieron decirte que no entraras...

Dino se asomó a la tela que el hombre pintaba. Tenía las mejillas tibias, enrojecidas.

- ¿Qué haces?

- Pintarte.

Dino retrocedió. Efectivamente allí estaba él, como contemplándose en un espejo de su casa. Él hasta el último detalle.

- Sabía que un día entrarías... - dijo el hombre con extraña suavidad.

Unas raíces de cemento  ataron a Dino al piso. Giró su mirada y vio decenas, cientos de cuadros reflejando niños como él, de su edad y en poses y situaciones distintas. Era como si en cada niño pintado lentamente, aquel hombre encontrase la razón para llenar su vida.

No supo cuando él lo tomó de un hombro. No supo por qué no gritó. Ni llamó a su madre. Ni pidió auxilio. El hombre estaba hablándole como cubriéndolo con una bufanda de cosas que lo asfixiaban.

- Debes quedarte. Aquí. Para que te pinte. Un día y otro. Sin parar... ¡Tengo que encontrarlo! ¡Encontrarlo y luego poder descansar!

Los ojos de Dino eran luces inmóviles, mirando al hombre.

- ¿A quién buscas?

- A mi hijo... -el hombre suspiró- ¿No eres acaso tú mi hijo?

Recordó lo dicho por el árbol: "Los fantasmas los lleva el dueño de esta casa en los bolsillos". ¿Eso buscaba el hombre? ¿El fantasma de su hijo?

Lo escuchó decir como si estuviera a diez kilómetros de allí:

- Era rubio, como tú; así de blanco. Íbamos a la plaza todos los días, y comíamos el maíz y la manzana hecha caramelo; bebíamos en la fuente; le echábamos migas a las palomas y después, volvíamos contentos con nuestra aventura...

Dino se estremeció. Ya no era miedo, era tristeza.

- ¿Có... mo se llamaba?

El hombre hizo un gesto de desaliento.

- ¿Sabes que no lo sé?

- Pero era un hijo. Todos los hijos tienen un nombre.

- Lo sé...

-  ...y van a la escuela. Y las maestras les dicen...

- También lo sé...


- ¿Quiere que pregunte en la plaza? Tal vez se acuerden de él...

Dino vio lágrimas en los ojos del hombre y por ser las primeras que veía, se le encogió el corazón. Tuvo deseos de estrechar su mano, decirle no sabía que. O contarle el cero en geometría de esta tarde. O la mariposa que había cazado Valverde, su compañero de banco. O que esa noche habría postre de manzanas en su casa.

Pero el que habló fue un vecino que entró y dijo, jadeando:

- ¡Allí están, agente! ¡Vi a Dino entrar y creí que ese maniático podía hacerle daño... !

El vigilante se llamaba Aguirre y era un pedazo de calle y esquina. Tomó a Dino de una mano y miró con severidad al pintor. Le dijo, ásperamente:

- Usted irá a la comisaría un día de estos, si vuelve a dejar esa puerta abierta.

Dino gritó:

- ¡Busca a su hijo!

- Nunca tuvo un chico. Dice que los pinta buscando un hijo perdido... Yo,... todos en la comisaría creemos que es un maniático peligroso que...

Dino miró al hombre y le dio una pena infinita verlo con los ojos cerrados.

Le salió de golpe aquello:

- No se aflija. Ya lo encontrará...

Salieron y el sol se metía en la alcancía de la noche. Ni la tortuga ni el gato ni el árbol se movieron, pero una tristeza muy pequeña estaba en todas las cosas. Dino se sintió como si después de haber agotado algo muy ansiado, hablar fuera innecesario.

El vecino le dijo, paternalmente:

- No vuelvas a entrar en casa de ese maniático.

Dino alzó la mirada y preguntó al agente de policía:

- Señor... ¿Qué es un maniático?

Los dos hombres guardaron silencio y Dino entró en su casa. Su perro se lanzó como un látigo desde la escalera y los ruidos familiares lo atraparon y se sintió feliz. Muy feliz de estar de nuevo en su mundo bueno, protegido...

Lo único que le extrañó al día siguiente fue no encontrar la casa encantada entre los dos edificios modernos.

La habían demolido.


-> Servando Mendizábal

 
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