Ellas son las únicas capaces de parir, de sentir que no pueden y hacer un esfuerzo más.
Son capaces de no dormir, o de hacerlo y de escuchar un suspiro, leve, sutil, que las haga levantar.
Ellas están preparadas para gobernar una casa como nadie.
Saben cómo dar consuelo y protección.
Son las que pueden sobrellevar el dolor de una pérdida y salir adelante con más fuerza.
No descansan, no tienen vacaciones.
Son las que debieron salir del gobierno del hogar para trabajar afuera.
Se bancan trabajos rutinarios, agotadores, en supermercados, comercios, fábricas, escuelas, y les queda fuerza para ocuparse de sus familias.
Muchas, por distintos motivos, deben intentar hacer su trabajo natural, y también el de los hombres que las abandonan.
Son fuertes. Pero su fortaleza no está en lo físico -cualidad natural de los hombres- sino en su interior, de donde emerge un toro bravo cuando es necesario.
Son capaces de verse bellas, elegantes y delicadas aún cuando el día haya sido de locos.
Cuando llegan a coronarse como abuelas, multiplican sus cualidades y siguen dando cuidado -a veces en silencio- aguardando secretamente ser reconocidas. No siempre lo logran.
Se merecen más de lo que tienen. Siempre.
Más atenciones, más vacaciones, más sueldo, más homenajes, más abrazos.
Y aunque no les demos eso, seguirán haciendo, cuidando y desvelándose por todo.
Son el mejor cobijo que tenemos desde el instante mismo de iniciar nuestra vida. Dios no lo pudo hacer mejor.