En tiempos de grandes acontecimientos, como la Navidad, las palabras y los buenos gestos abundan. Es lo que surge y lo que se espera.
Pero todos deberíamos entender y vivir este tiempo de gestos y frases como la conclusión -o el inicio real y comprometido- de un período, de un tiempo donde la buena convivencia esté en hechos concretos.
La Navidad y las fiestas de fin de año no son un pase mágico del que sólo somos testigos, al menos no es así como algo pueda cambiar.
Afortunadamente, en un país con la tercera parte de la población que no tiene empleo formal, con miles de marginados, con muchos miles de olvidados por este y muchos gobiernos nacionales y provinciales, hay quienes se ocupan de acercarse y acompañar no solo en Navidad y Año Nuevo.
La pobreza en el país de la riqueza es una ofensa, es una vergüenza.
La esperanza, hermosa palabra que tiene mucha más profundidad que la que algunos políticos ambiciosos, o eternamente a la sombra del poder, le dan.
La esperanza es algo serio con lo que no se puede jugar ya que, precisamente, es lo que la política y la dirigencia argentina le robó a padres y abuelos de los que tampoco hoy poco y nada tienen.
La esperanza no es un golpe de efecto, algo que "suena bien", no es un cliché.
Abandono, mala alimentación, pobreza, marginalidad, droga, rechazo, olvido, son parte del doloroso escenario cotidiano de miles de argentinos que no aparecen en los planes integrales de ningún funcionario nacional o candidato encumbrado.
¿Cómo puede ser que el inútil Futbol para Todos se lleve más de 135.000 pesos POR HORA (serán 1.440 millones de pesos durante el 2015) y nuestros hermanos del Impenetrable chaqueño vivan carencias inhumanas?
¿Cómo puede ser que más del 60% del valor de los combustibles sea impuesto nacional y falten caminos y obras de infraestructura para evitar inundaciones?
¿Cómo puede ser que los funcionarios se vistan de luces, vivan en costosos barrios cerrados y gasten fortunas en viajes mientras los ciudadanos comunes no saben cómo hacer para que no los roben o maten?
¿Cómo puede ser que en el país de la comida muchos coman mal o no coman y los que pueden deban pagar fortunas por un trozo de carne?
¿Cómo puede ser que avance el narcotráfico a pasos agigantados y los políticos en funciones se ocupen livianamente de mezquinas internas partidarias?
La Argentina tuvo un pasado de gloria, basta revisar la historia real, no la que unos quieren contar. La Argentina fue un faro en el concierto de las naciones, fue próspera y tenía todo para seguir en esa senda.
El populismo, el personalismo, el egoísmo de muchos dirigentes y funcionarios tiró por la borda un futuro venturoso. No quiere decir que estuviera todo bien hace 100 años, pero este presente y las cosas que pasaron en los últimos 70 eran inimaginables.
La Argentina no tiene Políticas de Estado ni prioridades establecidas. Se van tapando baches sin resolver el pavimento fisurado, responsabilizando a otros, evitando toda acción de grandeza, desinterés y dignidad.
La grandeza, tal vez, se puede encontrar en miles de instituciones que buscan compensar las ausencias de los Estados. Gente que da de comer, porque otros no tienen recursos para hacerlo. Gente que entrega medicación porque el Estado no la provee como debe hacerlo. Gente que construye viviendas porque el Estado no facilita el acceso digno a ellas. Gente que acerca agua potable a quienes el Estado no les provee de redes y obras. Gente que asiste a comunidades vulnerables porque el Estado hizo (o no hizo) para que sean eso. Gente brinda contención y ayuda para criar hijos que el Estado quiere desechar. Gente que asiste a personas detenidas porque el Estado no hace casi nada por reinsertarlas en la sociedad.
Sin dudas, el trabajo es un motor en la realización de la sociedad. Con estrategias adecuadas, con promociones reales, con créditos accesibles, con políticas reales de crecimiento muchos pueden acceder mediante el trabajo, por sus propios medios a vivienda y a educación, posiblemente los pilares del desarrollo individual.
La escuela pública, en la que la mayoría de nosotros nos formamos, era el lugar adecuado para aprender. Tal vez alguien recuerde que, popularmente, se sostenía que quien iba a escuela privada era "porque no le da la cabeza", argumentando que pagando una cuota mensual el niño pasaría de grado. Tal vez una exageración, pero algo de cierto habría.
Hoy, quien más quien menos, huye de la educación pública porque el nivel es inferior, la infraestructura es muchas veces pobre, los docentes no son los mismos que hace 40 años y es imprescindible tener al hijo en clase porque mamá debe trabajar.
La esperanza no puede ni debe ser argumento de campaña política ni palabra que se tome a la ligera en discursos de ocasión para sensibilizar.
Del mismo modo que solemos decir que "el día de la madre" es todos los días (o debería serlo) el hacer que hermanos nuestros salgan de la pobreza, tengan una vida más digna, sientan que son importantes para un país (no para un puntero), también debería ser un objetivo diario, prioritario y urgente.
La ciudadanía, tan volátil, tan olvidadiza muchas veces, tan crédula otras tantas, debería desconfiar criteriosamente de frasecitas oportunistas que plantean renovación del escenario futuro sobre la mismas bases.
Como dijo Albert Einstein: "Si buscas resultados distintos no hagas siempre lo mismo".
-> Alberto Mora