Si alguien observa lo que sucede desde hace décadas con la educación en la Argentina, es fácil llegar a la frase que encabeza este comentario. Pero no sería más que detenerse en el síntoma de una enfermedad que afecta a la sociedad en su conjunto, fruto de una dirigencia que -en general- no puso las prioridades en el lugar que correspondía.
Sería como suponer que quien padece de anorexia tiene un problema alimenticio, cuando los especialistas saben que el problema es psicológico y que desemboca en el comportamiento hacia la comida. El problema no es ni la comida ni el espejo, está claro.
Hace poco tiempo, tal vez poco en términos históricos, una parte de la gente común asumía como un hecho concreto que el chico del barrio que iba a escuela "paga" era porque "no le daba la cabeza" para ir a la pública. Para algunos podrá parecer exagerado o un chiste, pero no era raro escuchar hablar en estos términos.
Los chicos iban a la escuela pública porque era garantía de aprendizaje. A la misma escuela que fueron sus mayores, a la escuela que el Estado cuidaba y consideraba una pieza fundamental en el desarrollo de la sociedad, para que los chicos aprendieran lo que les serviría para la vida, donde había maestros respetables que, sin dudas, podían ser depositarios de la confianza de los padres.
Claro. Había padres. Padres presentes que no iban a cuestionar a la maestra o a la escuela, como sucede hoy. Y no es chiste.
La sociedad cambió en muchos aspectos. No sólo la tecnología, las comunicaciones, el ritmo de vida, sino principalmente en la no observancia de lo que antes era casi sagrado. Papá, mamá, la maestra, el policía, la autoridad, el farmacéutico, el funcionario. Y hasta el vecino, que por sólo ser un adulto, merecía atención y respeto de los menores.
Es atractivo ponerse a hurgar quién fue el responsable de estas pérdidas o cambios que mellaron la estructura social del país, pero coincidamos o no en "el culpable", es concreto que ocurrió y así estamos. Sólo importará saber dónde está la responsabilidad mayor, si con eso cada uno hace lo que esté a su alcance para evitar mayores pérdidas.
Hace tiempo que vemos o esperamos un "salvador" del país. El enorme grado de inmadurez cívica -incluso en sectores de buen nivel educativo- nos pone en una situación de indefensión tal que nos lleva a depositar la confianza en hombres que sin darnos grandes definiciones ni que porten una trayectoria clara, le creemos. Los candidatos -eternamente en campaña en viajes dentro y fuera del país- se nos presentan aprovechando errores ajenos, deslices impensados, circunstancias favorables, para subir en la intención de voto. Todo es campaña. Alianzas apenas hilvanadas, uniones repentinas, peleas a muerte entre quienes estaban secretamente unidos hasta hace minutos, medios bajando línea en cien campañas e inclinando análisis y pronósticos.
Mientras todo eso ocurre, los temas más importantes como la educación, la pobreza, la producción, la seguridad, las drogas, son sólo un tema más de uso en declaraciones periodísticas. Los docentes serios se ocupan de entregar sus vidas a los chicos, haciendo más de lo que les corresponde y cobrando poco, como si eso fuera una condición para el ejercicio de la profesión; los policías salen escasamente formados a las calles y la estructura de la fuerza sigue viciada de corrupción; la indigencia hace estragos en estructura de la sociedad; quien produce debe ver cómo el Estado se convierte en un voraz socio que pide más de lo que da; mientras el país se va destruyendo en sus cimientos por el narcotráfico y el consumo. Mientras eso pasa, la clase política no tiene otro apuro, en general, mas que la próxima aparición pública con vistas a mejorar en las encuestas.
No está entre los "Temas de Estado" dejar de tener la mirada mezquina del que está más pendiente de cómo sale en foto que de cómo se comporta en su despacho, la unión real a pesar de las diferencias, el rechazo a la vieja y constante idea de devolver favores de campaña con puestos públicos (que pagamos todos), priorizar una forma de gobierno de anticipación y que gestione para hacer dignos todos los rincones de un distrito (no sólo los más visibles), o no descansar un minuto hasta articular adecuadamente con quien sea necesario para que los sectores sociales más desprotegidos salgan de esa situación.
La educación pública fue en los últimos años (como lo fuera en tiempos de Juan D. Perón) un espacio de penetración política e ideológica. En libros de lectura que muchos recordarán se buscó poner al líder político y a su esposa como las figuras responsables del progreso del país a quien era menester agradecer y venerar. En más o en menos, con recursos diferentes, otros han cometido abusos similares, hasta darle lugar a vertientes ideológicas en los contenidos educativos, sobrepasando la autoridad familiar y amparadas en cuestionables legislaciones.
Los docentes siempre cobraron poco, todos lo sabemos. Y nunca debió ser así. Cobraron poco en el superpoblado Gran Buenos Aires -el territorio que todos pretenden dominar como trampolín político- y cobraron poco en aislados parajes de lejanas provincias. ¿Por qué es necesario que miles de personas de buena voluntad, desde hace décadas, ayuden constantemente a las escuelas del interior, a los docentes y a los alumnos?¿Por qué el Estado nunca termina de cubrir lo imprescindible en lo edilicio, en recursos didácticos, en infraestructura?¿Por qué tantos gobiernos tuvieron dinero para otras cosas pero no para esto? ¿Por qué entidades como APAER, la Fundación Escolares, Rotary, deben seguir aportando lo que el Estado le niega a la educación pública? ¿Por qué una de las tareas de la escuela es dar de comer a los alumnos, al punto que lo hacen en períodos de receso escolar?.
La Argentina -lo saben los memoriosos veteranos y los estudiosos-, ocupaba con sano orgullo un gran sitial en el concierto de las naciones hace 100 años. Tenía faltantes, sin dudas, fruto de una mirada demasiado europeizante, con demasiado lugar para una clase dirigente bien formada y poco federalismo real que buscara un crecimiento real, completo, integral.
Muchos no debimos crecer o nacer en Buenos Aires. Muchos debieron poder crecer en sus provincias. Allí debieron tener la ocasión de estudiar, trabajar y progresar. Ahí debieron estar muchos jóvenes conociendo a chicas con las que formar una familia, cerca de su origen. Aunque las grandes ciudades, las capitales, siempre atraerán al que desea levantar la cabeza, no debiera haber sido la única salida de miles.
El interior del país (¿acaso estamos en el "exterior"?) se fue desinflando por políticas que no permitieron el desarrollo sostenido. La falta de estímulo a las economías, la ausencia de auténticos planes de radicación y desarrollo, un poder central siempre hambriento de seguidores a toda costa con políticas populistas, la no muy lejana desaparición de ramales ferroviarios que aceleraron la muerte de cientos de pueblos pujantes, y la constante de una clase política demasiado pendiente de sus propios intereses partidarios, han colaborado con este cuadro de situación actual.
La matrícula en las escuelas primarias públicas perdió unos 300.000 alumnos en los últimos 10 años de manos de las privadas y la mayor caída se registró en el Gran Buenos Aires, según el Centro de Estudios de la Educación Argentina de la Universidad de Belgrano. El informe señala que en 2011 asistían a escuelas estatales primarias 287.938 niños menos que en el año 2003. Donde más se nota el cambio es en los sectores populares, porque las familias de ingresos más altos ya se habían ido de la escuela pública.
Las familias con ingresos medios, si está a su alcance, hacen un esfuerzo por inscribir a sus hijos en escuelas privadas, tal vez las parroquiales que suelen ser las más accesibles, suponiendo que de ese modo les garantizan la presencia de una institución con dedicación, sin muchos días de clase perdidos, con menos complicaciones y con instalaciones en mejores condiciones.
Tal decisión familiar, para nada cuestionable, es fruto de una situación que parece que no puede mejorar, si no se abordan integralmente los aspectos básicos que definen las prioridades de un país.