Escucho radio desde hace más de 40 años.
La radio era parte de la escenografía familiar desde que comenzaba el día. Mi padre la escuchaba mientras trabajaba y era el sonido de las mañanas mientras desayunaba antes de ir al colegio. Y si bien el folklore y el tango me parecían sonidos cercanos, fue un sábado a media mañana cuando descubrí por la radio que me gustaba cierta música de pianos, trompetas y trombones: el jazz.
La radio, además de mi madre y, seguramente, mis maestras en el aula, me empujaron a valorar las palabras, a tener muchas y usarlas bien.
Ese extraño mundo con voces y sonidos sin imágenes alimentó mi fantasía, aunque los radioteatros ya no existían (salvo el histórico ciclo "Las dos carátulas" en Radio Nacional), y escuché gente conversando, otros haciendo chistes y contando historias, otros hablando de deportes y días de mucha música porque eran "sacros" o porque un paro de locutores obligaba a emitir una fiesta de acordes que casi nunca aparecían.
Cuando crecí un poco, la radio con sus novedades técnicas empezaron a ofrecerme otras posibilidades. El recurso de la FM -utilizado tanto al principio como ahora al servicio de pautas comerciales- apareció para que se luzcan grandes voces y florezcan sutilezas de la música que la AM me ocultaba.
Me formé como locutor y trabajé en radio durante años muchas horarias diarias, aunque ahora hace un tiempo que mi interés por la comunicación me llevó por otros caminos igualmente gratos y creativos.
Tal vez, si se dan algunas condiciones, vuelva a esta frente a un micrófono, pero hoy a diario la radio me sigue acompañando, a pesar de los enormes cambios en los contenidos, que son mucho más sorprendentes que los técnicos.
Y si, como se dice, la clase política, los deportistas y los medios de comunicación no son distintos en que la sociedad de la que emergen, querría decir que... estamos en problemas.
A diario, en los programas de radio y televisión de más audiencia se escucha a una gran tropa de periodistas (que en varios casos ocupan el lugar de conductores, tarea que antes estaba reservada para locutores formados profesionalmente), columnistas y entrevistados que muy sueltos de cuerpo, sin ningún prurito, insultan y definen con vulgaridades propias del más inculto cualquier situación que se les presenta.
No ponen reparo alguno. Reemplazan "lío", "desorden", "escándalo" por "Q...", recurren a lo más escatológico para, livianamente, describir hechos cotidianos propios o ajenos, se ríen, bromean y divierten en medio de un vocabulario que -saben perfectamente- no es propio del ámbito radial o televisivo, y tampoco lo es de un sano ambiente familiar o de trabajo.
Jorge Lanata podría aparecer, seguramente, a la cabeza de los personajes que más vulgaridades utiliza diariamente en la radio de más audiencia del país. Él, con su programa en Radio Mitre, no deja insulto o bajeza alguna por utilizar mientras dialoga con su equipo al aire. Y en la televisión, no tuvo mejor idea que elegir como cortina musical un tema que, además de ser un "himno" gay, repite hasta el cansancio el insulto más corriente de los norteamericanos. Y se pasó un año promoviendo que los televidentes alcen el dedo mayor frente a una cámara y, alegremente, consiguió que muchos se plegaran. Y él, actuando y sobreactuando ese rol de transgresor, es uno de los que provoca que apague la radio o busque cualquier otra sintonía donde no se me insulte o bastardee tanto el aire. No me resulta fácil.
Fernando Bravo, otrora locutor correcto, con su particular humor y ritmo de bastonero radial, también forma parte en Radio Continental, aunque en menor medida, de esta tropa de conductores que olvidan que hay familias y personas corrientes que no se merecen tanta vulgaridad innecesaria.
Samuel "Chiche" Gelblung, Ángel "Baby" Etchecopar, Alfredo Leuco, Gerardo Rozin, Oscar González Oro, Nelson Castro, Santiago Del Moro, Beto Casella, Sergio Lapegüe, Claudio María Domínguez, Claudio María Dominguez, Luis Otero, Marcelo Tinelli y mil más, asumen -con más o menos dedicación- que "eso de hablar bien y respetuosamente" es del pasado. Que corresponde hablar como habla "el pueblo" y, aunque haya otras maneras, una vulgaridad cabe muchas veces para definir en un micrófono más de una situación o actitud.
Y, como ocurriera en el pasado, lo que hacen los "grandes medios" también es tomado por los "pequeños" medios locales. En emisoras de radio de zona norte no son pocos los que imitan esa vacua y procaz forma de hablar sin que los dueños de esas emisoras lo eviten.
Por otra parte, conozco personas que a diario, en su casa, frente a la abuela y los chicos, insulta y usa vulgaridades sin ponerse colorado. Al punto que, cuando deben evitarlas porque la situación lo impide, se las ven en figurillas por lo "encarnadas" que están. Lo mismo he detectado en gente de los medios. Saben que en ciertas entrevistas, en determinadas ocasiones, el insulto o la vulgaridad no caben y puede quedar desubicado. Y se les nota el esfuerzo por buscar palabras correctas que normalmente no usan.
Finalmente, centenares de canciones muy promocionadas en inglés incluyen insultos y los que no dominan ese idioma no lo perciben. Además de la invasión cultural que implican, también colaboran con meter insultos a cada paso.
Está claro que lo más grave no es sólo el insulto o lo vulgar de las palabras utilizadas. También vivimos un tiempo donde el sentido común y el periodismo bien entendido están devaluados. Es así como muchas veces se escucha opinar a la ligera de casi cualquier tema. Medio ambiente, salud, economía, religión, juventud, educación, familia, o cualquier otro tópico puede ser abordado desde lo primero que se le viene a un conductor a la cabeza, desde los que publican los medios digitales (la temible Wikipedia) o con la asistencia de columnistas de dudosa solidez.
Tanto o más daño hacen los conceptos repetidos sin sentido ni seriedad, como lo vulgar de las palabras utilizadas, ya que en este círculo vicioso esa pobreza llega a la gente y "alimenta" a una sociedad que generará más hombres y mujeres dedicados a los medios...
Los recursos técnicos con los que se hace la radio o la tele cambian vertiginosamente. Cambian los aparatos con los que uno puede escuchar la radio o mirar la tele, pero lo que no cambia es que alguien está escuchando con cierta inocencia, expectante, favorablemente predispuesto, lo que otros desde algún lugar están diciendo o haciendo. Y, quiérase o no, quien se enfrenta a un micrófono se está metiendo en la vida de otro. Le está enseñando algo que no sabe, le está ayudando a entender, le da un razonamiento y un modo de opinar. Perder de vista esta indiscutible realidad es temerario: no es lo mismo decir una burrada en una mesa de café que frente a miles de oyentes, no es igual pensar erroneamente que la marihuana no es tan dañina que agitar ese concepto a los cuatro vientos en la radio, no es inofensivo calificar como válida una transgresión ante una audiencia desprevenida.
Del mismo modo que nadie en sus cabales vacía sus intestinos en la calle o frente a la familia, ni escupe junto a la mesa donde está comiendo, ni se limpia la nariz con la camisa que lleva puesta, todos -y no solamente los "famosos" de la radio- deberíamos desechar, toda vez que sea posible, el insulto, la vulgaridad, la condena fácil, la opinión a la ligera que, aunque no haya un micrófono, se siembra y crece en la sociedad y entre los que nos rodean.
-> Alberto Mora
Director de Contenidos