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Victoria Ocampo, Pierre Drieu y las cartas de un amor difunto
   
Entre 1929 y 1944, Victoria Ocampo y el escritor francés Pierre Drieu La Rochelle mantuvieron una estrecha relación a pesar de sus diferencias: ella, ferviente antifascista; él colaboró con los nazis. La correspondencia entre ambos ganó en 2011 el premio Sevigné al mejor epistolario. La Fundación Sur y Villa Ocampo, en Beccar, donde el escritor pasó varias temporadas, preparan la edición local.

París era una fiesta. En los años locos, escritor y periodista, Pierre Drieu la Rochelle animó tertulias, frecuentó cenáculos de derecha, de izquierda, dadaístas, surrealistas, extremistas, místicos, figurantes y personajes desquiciados por el aura que la juventud prefiere eterna.

Pero París fue una fiesta después de la Primera Guerra Mundial, donde Drieu resultó herido dos veces nomás pisar el campo de batalla. El autor de Gilles, nacido en 1893, criado por su abuela, abandonado por su padre y desatendido por su madre, encontró en ese patriotismo y en sus estudios de ciencias políticas, derecho, diplomacia y filología cierta compensación a esas decepciones prematuras. Epoca especial, Francia estaba a la deriva después de la sublevación popular de 1871, de la agonía de la III República y del caso Dreyfuss, un combo que el muchacho conseguía traducir mediante representaciones heroicas que cierta juventud europea pretendió reforzar por la guerra, la discusión de fronteras y la especulación bursátil que financió esas movidas, insufladas de nacionalismo antisemita, corolario, acaso, de la revolución industrial, de los ejércitos de reserva de los que habla Marx y del ascenso de los Estados Unidos y de la Unión Soviética, boicoteada afuera (por la socialdemocracia teutona) y adentro, obligando a sus responsables políticos a cambiar una estrategia de difusión trasnacional por el socialismo en un solo país.

Escritor, periodista, cronista, agitador, polemista; es un hombre de Gallimard, escribe regularmente en la Nouvelle Revue Francaise, bajo la dirección de André Gide; ha publicado Interrogación, Estado civil, Mesure de la France, Plainte entre inconnu, El hombre cubierto de mujeres, La suite dans les idées, Le jeune européen, Bléche y Ginebra o Moscú; también es más contemporáneo de lo que hubiera deseado.

Victoria Ocampo nace en Buenos Aires en 1890. Es la mayor de seis hermanas; criada por institutrices, su primer idioma es el francés. La leyenda la retrata alta, elegante, hermosa, culta, casada con Bernardo de Estrada. Separada a la brevedad, su vida es el mundo, los viajes, la lectura; escribe reseñas periodísticas (la primera de las cuales, “Babel”, sobre Dante Alighieri, se publica en el diario La Nación, en 1920). Europa es un destino constante: conoce a Jean Cocteau, Igor Stravinsky, Le Corbusier, Sergei Eisenstein, William Faulkner, Ernest Ansermet, Jules Supervielle, María Rosa Oliver, Octavio Paz, Rabindranath Tagore, Arthur Honegger, Waldo Frank. Y en 1924, a Julián Martínez, un pura sangre argentino al que le será incondicional por lo menos durante quince años. El 1 de febrero de 1929, en un almuerzo servido en el departamento de la duquesa española Isabel Dato, conoce a Drieu. En la mesa también están el poeta y ensayista Paul Valéry y el filósofo español José Ortega y Gasset.

Drieu está casado en segundas nupcias con Olesia Sienkewicz, a quien abandona rápido y visita sólo para pedirle dinero; lo mismo hace con Gallimard y su primera esposa, sin demasiado éxito. El periodismo y los derechos de autor no alcanzan para pagar los hoteles de paso y las prostitutas. Sienkewicz es dactilógrafa: y ya trabaja en el hospital Sainte-Anne, en el original de “De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad”, la tesis de grado de su amante, Jacques Lacan, un joven psiquiatra que descubre a Freud para hacerlo dar otra vuelta de campana. Amigo de Drieu y Victoria, en los últimos años, la señora lo recordaba con un diminutivo: “Era el amantito de la mujer de Drieu” (en la Villa de San Isidro está a la vista el ejemplar de los “Escritos” que Lacan le hizo llegar, dedicado, en 1975).

Victoria Ocampo es una partenaire ocasional que discute política, literatura, música, pintura, que detesta a Watteau, al que Drieu ama; que no entiende cómo ese hombre prolijo y educado que conoció en un almuerzo ocasional esconde una admiración secreta por las jerarquías y el orden policial que empieza a despuntar en Alemania, excusándose en un ideal sostenido, hasta tanto llegue el tiempo en que fronteras y nacionalidades caigan, en una autoridad militar: un amo para domesticar a la masa. Victoria invita a Drieu a la Argentina. En mayo de 1932 se instala en San Isidro, prepara una serie de conferencias (algunas publicadas por una editorial fantasma durante la última dictadura cívico-militar); y en secreto –para nadie– oficia como amante de Angélica, hermana de la anfitriona, ya directora de Sur, donde escribe desde el primer número.

Entretanto, a la vuelta de sus conferencias, Drieu intima con Borges. Pasean de noche, llegan al linde de la provincia, fatigan mancebías. Cuando la tierra se aplana y amplía, “Drieu encontró entonces una forma muy precisa para expresar lo que nosotros, los poetas argentinos, buscábamos desde años atrás. Mirábamos, era la una de la madrugada. Me dijo: ‘vértigo horizontal’”, recordó el autor de Ficciones. “Borges bien vale el viaje”, escribió Drieu en el barco que lo devolvió a su país, donde entró de lleno en un juego político para el que no estaba preparado o que no coincidía con el que se estaba jugando.

El “socialismo fascista” que propone es la izquierda fascista, un anticapitalismo sin usureros, comunitario, bajo el ala de un líder, hasta tanto no pudiera darse el paso a un anarquismo de elite; es decir: nunca. Esa consigna, similar en algún punto a la que levantó Ezra Pound para defender su colaboración con Benito Mussolini, no excusa ni a uno ni a otro de su condición de mascarones de proa de un proyecto delirante para el que el adjetivo “intelectual” no explica nada. Es cierto que Drieu, como dice Philippe Sollers, en ese campo tuvo que dejar todo lo que empezaba. Su falta de entusiasmo, su narcisismo y amor a la muerte, lo alejan del humor de Céline. Logra, con todo, salvar a su primera esposa y a sus hijos del viaje a Auschwitz, por conocer a los hombres que habían dispuesto el traslado. Es una vergüenza de la que no se recuperará jamás. “Cuando la Acción Francesa se fosilizó, Drieu dejó de ser maurrasiano (por Charles Maurras). Cuando la Sociedad de Naciones, en vez de construir Europa, se había dedicado a charlas estériles, Drieu dejó de creer en Ginebra.

A Victoria Ocampo la salvarán sus reflejos de aristócrata. Escapa a tiempo del influjo de ese hombre, amigo íntimo de Malraux, quien advirtió el desenlace que entre los cultores del paganismo tendría que despertarse un día con la víbora de la cobardía enroscada en el brazo; livianos, frágiles, caricaturas: a unos cientos de kilómetros multitudes morían gaseadas, o de un tiro en la nuca, sólo por disentir, o pertenecer a otra etnia, en barracas húmedas, congelados, muertos de hambre, empleados de un infierno disparatado porque en ese mundo perfecto (el de los nazis) no había infierno sino estupidez criminal y acomodados como Drieu, carne de cañón de un estado al que pocos despreciaron de entrada. Años después, un periodista le preguntó a Borges por Drieu: respondió que había sido un fascista pronazi por pereza.

Cuando Olesia Sienkewicz le consigue una casa segura una vez liberada París, el escritor no planea escapar sino suicidarse. Lo había intentado dos veces, las dos veces lo habían salvado. Drieu no podía escaparse porque como Hitler, había apostado su vida entera. Los dos o tres tubos de somníferos y el subidón del gas por medio de un cable enterrado en su garganta terminaron con la vergüenza de la manera más digna posible

 
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