San Isidro, Buenos Aires | |

 

 

 

 

 

 

     
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El insulto, un camino de expresión y una muestra de decadencia
   
Quienes concurrimos a supermercados y a comercios de distintos rubros somos testigos de cómo, en muchas ocasiones, los empleados que están trabajando insultan y usan un vocabulario vulgar, grosero e impropio para ser usado frente al público.

Puede ser en medio de bromas o comentando sus propios conflictos internos, que los empleados, sin considerar que están frente a clientes, se expresan con vulgaridades sin control alguno.

Desconocemos si los responsables de salón de ventas supervisan el comportamiento vulgar de los empleados o si, como puede suceder, los “controlados” se descontrolan fácilmente cuando nadie los vigila. Y carecen de vergüenza frente a los clientes, entre los que no faltan señoras, niños y gente diversa.

Esto revela dos cosas simultáneamente: Esa forma de trato y expresión es la corriente en ellos y, al mismo tiempo, nadie los instruye adecuadamente sobre cómo comportarse en su trabajo frente al público.

Vivimos tiempos en los que el insulto o las formas vulgares son moneda corriente en las familias, entre mujeres (que siempre serán consideradas más cuidadosas que los hombres) y, por supuesto, en la radio y en la televisión.

Pero naturalizar, tomar como corriente, no sentirse incómodo como involuntario escucha de insultos y agresiones muestra el grado de tolerancia que tenemos hacia la decadencia.

En redes sociales y comentarios de diarios digitales, muchas veces encontramos cómo los usuarios se despachan no sólo con innecesarios insultos ante cualquier opinión contraria sino, por supuesto, con propuestas brutales y racistas.

La falta de moderación en los comentarios en los medios digitales pone en evidencia que a esas empresas no le importa ponerle coto a los desbordes de los lectores o suponen que cuanto más escándalo y enfrentamiento se registre mayor penetración tienen.

Algunos recursos se tienen en estos casos en bloqueos de términos para evitar la publicación automática de groserías, pero también se observa cómo los lectores buscan la forma de saltar ese control.

No es cuestión de ser pacato, extremadamente correcto o de cercenar la “libre expresión” de empleados o de desbocados lectores.

Un empleado es, aunque no lo quiera, una representación de la empresa. Entrenarlo, hacerle comprender que las groserías debe evitarlas o dejarlas para otros ámbitos, es un acto de inteligencia.

La adecuada moderación de la participación de lectores no es limitar la expresión o la libertad sino generar un “medio ambiente” donde se expongan razones o puntos de vista elevando la discusión, sin agresiones, descalificaciones o propuestas violentas.

Lo mismo cabe para los medios radiales o televisivos. Una especie de “manual de estilo” que deje de lado cualquier término vulgar o insulto obliga a elevar el discurso al punto de que puede tener más peso o consideración. Aunque algunos desechen la idea, los medios de comunicación deben ser modelo de elevación cultural y del conocimiento, utilizando creatividad y criterio para una mayor penetración. Vulgarizar las formas y los conceptos es una muestra de decadencia de la que nada bueno se puede esperar.

Por citar un par de ejemplos de falta de autocontrol en este tema, valga mencionar a Adrián Suar que emprendió una nueva película junto a Valeria Bertuccelli que incluirá en su título uno de los insultos (o formas de llamarse…) más cotidianos. Jorge Lanata no sólo utilizó como cortina musical de su programa una canción en inglés (un himno homosexual de Lily Allen) cuyo estribillo era un insulto, sino que convocó a que la gente enviara fotografías realizando el mismo gesto grosero para ser difundido en la pantalla. Finalmente, una obra de teatro anda haciendo gira por el país con un nombre que refiere groseramente a las mujeres a las que le “arruiné” la vida, aunque el nombre original de la obra que le puso su autor Neil LaBute es "Some Girl(s)".

Locutores de informativo y conductores de radio dicen textualmente, amparados que así fueron expresados, los insultos o groserías de algún desbordado político o personaje del momento. Podrían soslayar los términos, pero la pendiente de brutal descenso de criterio de los medios más competitivos parece impedírselos.

¿Cómo enseñarle a un hijo cuál es la forma más adecuada de expresarse si la radio, la televisión y el mundo del espectáculo ofrecen a diario un interminable abanico de insultos y conceptos brutales?

El insulto constituye una forma de agresión o humillación. Sea el famoso “b…”, utilizado casi como sinónimo del nombre, o cualquier otro implica una descalificación en la mayoría de los casos innecesaria y, por ello, evitable.

Fuera de la pérdida de criterio en los medios de comunicación, racionalizar individualmente la forma en que uno se expresa para medir el significado real de lo que se dice, evitar utilizar malas palabras, pensar si un término no es un desborde, reducir las ocasiones en las que el insulto “nos gana” por espontáneo en las reacciones, puede ser un camino para ir liberándonos de él.

 
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